Han transcurrido cuatro décadas desde que aquel dramaturgo, en medio de la Checoslovaquia comunista, escribiera “El poder de los sin poder” (1978). Vaclav Havel comentó, en más de una ocasión, las condiciones en que nacieron aquellas palabras. En plena normalización de una sociedad inmersa en la derrota y el acomodamiento cínico, resultante de la invasión de "los camaradas" que puso fin a la Primavera de Praga. Con el sistema leninista celebrando sus seis décadas, en pleno apogeo de expansión global: Viet Nam, Angola, Etiopía, Nicaragua en ciernes. Y si bien los chistes y el mercado negro apuntaban a la decadencia moral y funcional del modelo, los cohetes nucleares y la policía política parecían apuntalar el apacible mandato de las gerontocracias brezhnevianas.
Lo que sucedió luego ya lo conocemos. Apenas una década después de la aparición del movimiento disidente y su emblemática Carta 77, los checoslovacos consiguieron -tras el impulso de la Perestroika- una Revolución de Terciopelo, con la que deshacerse con la menor violencia esperable, de sus dictadores. Havel salió del ostracismo oficial para ocupar las plazas y plateas de toda la nación. El escritor se convirtió en presidente. Y el país, liberado de los ocupantes, de su historia trágica y de sus miedos ancestrales, abrazó la república liberal, la sociedad abierta y la economía de mercado.
Paradójicamente, “El poder de los sin poder” ha recuperado vigencia en estos tiempos de ola autocrática global. Acaba de publicarse una reedición de bolsillo, con excelente prólogo de Timothy Snyder, que interpela a los ciudadanos occidentales con las lecciones del intelectual checo. En un foro en Praga, vi activistas de Turkmenistán y Tunisia, de EUA y Hong Kong, intercambiando impresiones sobre la valía del texto de Havel en esta era de desencanto democrático, represión y posverdad. Y mientras los escuchaba, pensé en qué podría decirnos hoy este libro, a los millones de desempoderados, inconformes y sobrevivientes que conformamos la frágil nación cubana.
Ejercicio de realismo informado y situado, “El poder de…” comienza ofreciendo una definición del orden en el cual vive la población cubana. Orden que se traspola, a partir de nuestra cultura e inercias políticas, en buena parte de la diáspora. Saber nombrar ese poder, aunque puede parecer un fútil ejercicio académico, es importante para entender los mecanismos de dominación, sobrevivencia y resistencia que conforman nuestra Matrix criolla. Que no son los de los chilenos bajo Pinochet o los argentinos ante Videla. Pues nuestra Matrix combina, de modo abigarrado, los rasgos de un régimen soviético, una sociedad postcomunista y una identidad caribeña con vocación trasnacional. Orden que, desde aquella dimensión donde ubicamos las personas y palancas del poder, podemos definir como postotalitario.
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¿Qué quiere decir Havel con semejante palabra? ¿Acaso un disidente como él tendría algún deseo de mostrar indulgencia hacia sus opresores? Para nada. Justo por no confundir deseos y diagnósticos, aversiones y clasificaciones, el escritor -para él que la palabra es brújula y arma- procura captar la forma concreta del sistema concreto. Y, desde ahí, define: “La profunda diferencia entre nuestro sistema -en términos de la naturaleza del poder- y lo que tradicionalmente se entiende por dictadura” es su carácter “post-totalitario”. Entendiendo por tal “que es totalitario de una manera fundamentalmente diferente de la de las dictaduras clásicas, diferentes del totalitarismo tal como se lo entiende usualmente”. Curiosamente, uno de los mejores especialistas en el estudio de las dictaduras, el politólogo Juan Linz, recuperará años después el concepto en su estudio de regímenes post-estalinistas. Dando a la noción de postotalitarismo el status que aún hoy atesora, para el estudio de casos como el cubano.
Con su lectura del fenómeno, no oculta Havel la vigencia de la represión, la incivilidad del despotismo, la vocación de control permanente sobre la vida de sus conciudadanos. Solo que, a diferencia de los enemigos y apologetas que presentan al sistema, de forma alterna, como una “tiranía estalinista” o una “democracia popular”, el autor comprende que tres décadas de opresión leninista han dejado una huella. Manteniendo constantes, mutando en otros puntos. Estableciendo lo que en otro momento he llamado núcleos de poder totalitario -el partido único, la policía política, la estatización fundamental de la economía y la cultura- sin necesidad de acudir al terror concentracionario y la economía de hambre y saqueo de las etapas primigenias. El sistema ha establecido fórmulas de premio y consuelo para la pasividad ciudadana -dejarnos resolver, aparentar, sobrevivir- que remiten más al cinismo que al fervor. Si todo eso no es extraordinariamente parecido a lo que hoy sucede en Cuba, que venga alguien lo refute.
Para funcionar, entonces, los dirigentes del sistema no pueden hoy descansar tan solo en la continua represión descarnada o en una retribución material dependiente de una economía deficitaria. Así era en la Checoslovaquia de 1977, así es en la aún más decadente Cuba de 2020. Los burócratas necesitan ciertos códigos, moldeables y replicables, que mantengan operando a la Matrix.
De ahí que, como señalaba Vaclav Havel, el sistema debe crear su propio lenguaje, aún a costa de depredar la palabra y la verdad. Léxico que hace del falseo y el fingimiento -político, intelectual, cotidiano- combustibles para su operación. Así, citémoslo en extenso “El sistema post-totalitario toca nuestras vidas a cada paso, pero lo hace con el guante de la ideología. Es por eso que la mentira y la hipocresía permean toda la vida dentro del sistema: al gobierno burocrático se le dice gobierno popular; a la completa degradación del individuo se la presenta como la liberación máxima; a la desinformación se la llama disponibilidad de la información; al uso manipulativo del poder se lo llama el control público del poder, y al abuso arbitrario de poder se lo llama obediencia al código legal; a la represión cultural se le dice desarrollo; a la expansión de la influencia imperial se la llama ayuda a los oprimidos; la falta de libertad de expresión se transforma en la máxima forma de libertad; la elecciones fraudulentas resultan ser la forma superior de la democracia; la prohibición del pensamiento independiente resulta ser la visión más científica del mundo; la ocupación militar resulta ser asistencia humanitaria. Como el régimen se encuentra preso de sus propias mentiras, se ve obligado a falsificar todo. Falsifica el pasado. Falsifica el presente, y falsifica el futuro. Falsifica las estadísticas. Finge no disponer de un aparato policíaco omnipotente y carente de principios. Finge respetar los derechos humanos. Finge no perseguir a nadie. Finge no temer a nada. Finge no estar fingiendo”.
Empero, precisamente por su naturaleza postotalitaria, el sistema cobija una confluencia -conflictiva, agónica y asimétrica- entre su perenne vocación de control total y las diversas formas de acomodamiento y resistencia que desafían su coherencia interna. Así, como señala Havel, irrumpe el disenso como “una consecuencia natural e inevitable de la etapa actual del sistema”. Ya que “en el momento en el que este sistema, por mil razones, no pudo seguir fundamentándose en la brutal, inadulterada aplicación del poder, eliminando todas las expresiones de disconformidad” y cuando “se ha vuelto tan políticamente osificado que no hay prácticamente ninguna manera de que tal disconformidad pueda llegar a implementarse dentro de las estructuras oficiales”, la verdad se abre paso, de modo tímido pero recurrente -un blog, un evento artístico, una protesta callejera- en los márgenes del sistema. Lo cual fuerza a este a buscar mejores formas de control de sus súbditos, tópico que abordaremos en la siguiente entrega.
*Agradeciendo a Claudia Gonzales por nuestro diálogo y sus reflexiones sobre esta temática.
*Ilustración de portada, original para ADNCuba de Rafael Alejandro García