El mejor obituario de Fidel Castro lo escribió hace años Guillermo Rosales, en esa breve obra maestra que se llama Boarding Home. Casi al final de esa noveleta, Castro levanta la tapa de su féretro y pide un cafecito antes de decir: "Bien, ya estamos muertos. Ahora verán que eso tampoco resuelve nada".
Recordemos que eso se escribió en 1987, cuando casi nadie, ni en Cuba ni en Miami, se atrevía a imaginar a Fidel Castro muerto. La moda de "matarlo" a cada rato vino después, sobre todo después del 2001, cuando dio señales de debilidad detrás de una tribuna, y se volvió un hábito semanal tras su aparatosa caída de octubre del 2004, en Santa Clara.
A mí lo de Rosales me recordó de inmediato a El Maestro y Margarita, la célebre novela de Bulgákov, que trata, como ya sabrán, de una visita del diablo a la Unión Soviética, bajo la identidad de un tal Voland. El diablo y sus acompañantes interactúan, sobre todo, con el sindicato de los intelectuales, una especie de UNEAC rusa, para provocar situaciones desopilantes.
Lo que emparenta este Fidel Castro de Rosales con el Voland de Bulgákov es una radical ambigüedad, que no excluye ni el don profético ni el sentido del humor. Muy pocas veces, estas figuras malignas se ocupan directamente del Mal: disponen de innumerables asesores que se ensucian las manos en su lugar.
Por supuesto, esa ciudad que retrata Bulgákov es el Moscú de Stalin en los años treinta. Y sus chistes son, la mayoría de las veces, alusiones escalofriantes a la realidad. (Su Aiosi, por ejemplo, que delira en ropa interior por la calle y lleva una maleta "por alguna razón", alude a numerosas personas reales que en el Moscú de la época mantenían una maleta a mano porque nunca se sabía cuando aparecería la policía política para llevárselos en un viaje repentino, lejos, muy lejos de casa, o incluso de este mundo). Pero en el libro de Bulgákov, la naturaleza exacta del juego diabólico de Woland sigue siendo un enigma. Y lo mismo con este Castro diabólico de pesadilla, ese Fidel-vampiro de Rosales que sale del ataúd para demostrar que no era su muerte el quid de la cuestión cubana.
Aquí entra en juego un absurdo muy serio. La inversión del mundo, la sospecha de que el diablo es una figura ambivalente que se limita a canalizar el mal, mientras rinde tributo al espíritu carnavalesco. Todos esos (la inmortalidad, el humor, el absurdo...) son rasgos esencialmente diabólicos, como podrá comprobar cualquiera que lea El hueco que deja el diablo, un libro del escritor (y cineasta) alemán Alexander Kluge, editado en español por Anagrama: cajón de sastre con historias, fragmentos, dibujos y anécdotas que sólo adquieren unidad si se recuerdan esos compendios medievales dedicados a enlistar pruebas de que el Maligno pasa entre nosotros largas temporadas.
El original tenía 500 historias; el editor español ha seguido el ejemplo de una edición norteamericana, donde las apariciones diabólicas se reducen drásticamente a 173. Es un catálogo del Diablo, pero también —y sobre todo— de sus descuidos, y viene trufado con interesantes disquisiciones científicas que no son frecuentes en escritores contemporáneos.
Otro libro que tal vez serviría para entender esta cuestión es una noveleta del escritor ucraniano Yuri Andrujóvich, titulada Recreaciones. La trama es sencilla: cuatro jóvenes poetas llegan a la imaginaria ciudad de Chortópil (en ucraniano el topónimo es algo así como “lugar del diablo”), invitados al Festival del Espíritu Renaciente, y lo primero que hacen, por supuesto, es irse a beber. Está Jomski, un donjuán treintañero y solitario al borde de la depresión; y Yurko Mortich, a quien los médicos le han advertido que le queda poco tiempo de vida; y el paranoico Gits Stundera, que cree ver espías del KGB por todos lados; y Rostislav Martufliak, ídolo de la juventud ucraniana, acompañado por su esposa Marta, quien ha tenido que sumarse precipitadamente al viaje para que el famoso bardo no cumpla su promesa de hundirse en un definitivo delirium tremens.
En apenas una noche —y en medio de una orgía organizada donde se mezclan la cultura popular, el sexo y las banderas—, cada uno de estos personajes correrá su particular aventura. Como oportuno patrocinador de estas “recreaciones” primaverales, versiones de una singular Walpurgisnacht, se pasea entre ellos el diabólico Dr. Pópel, el mismísimo Lucifer en persona, con máscara de psiquiatra suizo y complacientes modales de aristócrata. Con ritmo trepidante, Andrujóvich rinde evidentes homenajes a Gógol y Bulgákov, al tiempo que cocina una divertida sátira de los nacionalismos emergentes en la nueva Europa.
Lamentablemente, pocos escritores cubanos han sacado partido de esta ambiguedad diabólica del Gran Líder que, vox populi, rodea también a la figura de Fidel Castro, ese maligno redentor. Ni siquiera un libro reciente del académico Abel Sierra Madero aborda el asunto desde este punto de vista, que a mí me parece esencial para entender la figura. El diablo convertido en perfecto seductor sí estuvo, sin embargo entre las visiones del gran Rosales, muerto en exilio.
Hace años, un grupo de amigos construimos un blog, Penúltimos días, que creo pudo aportar algunos mimbres en esa dirección. Entender a un dictador es también una operación de archivo cultural, implica una hermenéutica del Mal que nunca excluye el absurdo y la ambigüedad. ¿Acaso el propio Bulgákov no cayó en la trampa de Stalin, cuando éste, tras recibir un pedido personal del escritor pidiendo que se le permitiese emigrar, lo llamó una tarde primaveral de 1930 para darle trabajo en el Teatro del Arte? ¿Acaso no sedujo Fidel Castro a Padilla antes de convertirse en su atormentador? No basta con que el historiador coleccione anécdotas, cuestione el culto oficial o trate de desentrañar las razones de una popularidad turística entre el público norteamericano. Todo eso está bién, pero hay que ir más allá.