En una coartada destinada a reinventar los límites entre ficción y realidad, el académico sensualista Roland Barthes distinguió en La cámara lúcida: “Maupassant desayunaba en el restaurante de la Torre Eiffel, pero la Torre no le gustaba: ‘Es -decía Guy- el único lugar de París desde donde no la veo’”. Quizás el asombro aconteció mientras el semiólogo se debatía entre un urbanismo frío y la percepción cálida; una tentativa de hallar complicidad entre lo privado y lo público.
Según Barthes, la Torre es un puente que enlaza la ciudad con el cielo. Un “monumento inútil” con la “función imaginaria” de exhibir una “belleza funcional”, para representar esa “leyenda del viaje”. Todo un complejo de Babel que añade al mito cosmopolita, a menudo laberíntico, un viso romántico, una armonía, un alivio. Tal vez un agobiado Maupassant pudo captar el misterio de la “jirafa de hierro”, empeñado en “comprender y saborear cierta esencia de París”.
Años después, un seguidor insular de las paradojas barthesianas, retomó el pretexto en nombre de perpetuar una fantasía caótica: “El engendro de Eiffel resurgió luego en sus alucinaciones. Colocado bajo vigilancia psiquiátrica, Maupassant llegaría a afirmar que, desde lo alto de la torre Eiffel, Dios lo había proclamado hijo suyo”. A pesar de su iconofobia vertical, el cuentista de Bola de sebo enloqueció ante el desafío de las alturas y sus caídas, reales e imaginarias.
El artífice del rastreo ubicó al guiño en una fiesta vigilada celebrada a distancia: “Igual al Maupassant de la anécdota, mi permanencia en Cuba estaba regida por el deseo de olvidar. Dentro de Cuba, no veía a Cuba”. El lector como inspector privado de un caso de paranoia no estaba cegado por la hegemonía de un icono arquitectónico, sino ante la bajeza de una Isla maniatada por estatuas de sal.
Los contextos artístico-políticos atesoran un vínculo traumático de sus protagonistas con la mitología icónica contemporánea. Guy de Maupassant se opuso a la construcción de la Torre Eiffel; hasta firmó un manifiesto de protesta junto a otros intelectuales parisinos. Muchas criaturas periféricas se resisten a simbologías clonadas y reclaman en vano sus derechos en cartas y peticiones colectivas. El reto de Maupassant y los suyos era una exquisitez de la percepción.
Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) es un ruinólogo y autor de ensayos ficcionales como Un seguidor de Montaigne mira La Habana (Ediciones Vigía, Matanzas, 1985) o La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007); para muchos, era el Fermín Gabor de La Habana Elegante o cómplice del exterminador de la izquierda letrada; un prosista de garbo venenoso que desvela el contrabando de sombras entre máscaras políticas. Aquí confluyen el pasado de su formación literaria en La Habana y el presente del activismo literario desde Madrid.
En 2003, Ponte fue expulsado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, acusado de ser paparazzi de extrema derecha. “Muchacho, sigue leyendo a Homero, Proust, a Cintio Vitier y olvídate de los Big Brothers” -le diría un oficial cultivado de Villa Marista, búnker del Ministerio del Interior, batallando por rescatar al talento amargo negado a sostener una conversación apacible.
Ponte debió esperar cuatro años para arribar al exilio. Desde entonces, se dedica a lidiar fuera de la “disciplina-bloqueo” del panoptismo vernáculo. Lo hace con su arma de puntería: la palabra que falta y una plataforma donde expandirse libre de tapujos, amenazas. Dispara lejos de los monstruos que pretenden controlarlo todo.
Lea también
Ponte ha fustigado al sobrevalorado Leonardo Padura, un saca-lasca de lo que alguien llamó “prosa de cantaleta” y la mensajería política, en busca del Premio Nobel de Literatura. Para el crítico Roberto Madrigal, la prosa de Padura exhibe un “lirismo sin brújula”. Salvando las distancias, Padura sería un Gabriel García Márquez y Ponte un Mario Vargas Llosa. Padura fascina al “mercado serio”, avalado por lectores-hembras que saben hojear libros sin dañar sus páginas. El zurdo que maneja bien la diestra practica el lobby con Dios y con el Diablo.
¿Quiénes leen a Padura? Lomo-lectores de salón que simulan estar con los de a pie; extremistas nobles que fingen “ser cultos para ser libres”, escuchando al dúo Buena Fe. ¿Quiénes leen a Ponte? Escépticos conservadores que postergan girar hacia la derecha; paladines de la alta cultura atraídos por el careo simulador; policías del pensa-miento cazadores de enemigos letrados con la lengua suelta.
Padura Fuentes es una iluminación periodística con injertos del realismo mágico; Ponte Mirabal, un ingeniero hidraúlico de formación literaria autodidacta; es uno de los representantes de la Escuela Cubana del No, impulsada por Virgilio Piñera entre ciclones. Padura estudió la obra de Alejo Carpentier, Manuel Vázquez Montalbán, Daniel Chavarría; Ponte absorbió desde una edad temprana a San Juan de la Cruz, Thomas Mann, Maurice Blanchot, José Lezama Lima.
Ponte está reñido con la Institución-Arte y la nomenclatura de su país, tras cuestionarla, escupirla, desecharla. Desprecia a esos afanosos por volver a la escena nacional, reencarnando como hijos pródigos, capaces de fulminar rencores y “necesitados” de absorber el “aire de luz” racionado que les toca por la izquierda.
La repatriación como última carta de la baraja o tarjeta de crédito, para recuperar la condición de artista local. Un revival a destiempo, con el afán de insertarse desde Cuba y para el mundo en el circuito internacional. Allí donde las cartas están marcadas: anhelo de volver a ser mercancía o soporte vivo de una historia.
Borrón y cuenta nueva a expensas del fracaso diaspórico, nostalgia doméstica o aperturismo del remiendo oficial. Un ardid estratégico que recuerda al supersticioso Vito Corleone: “El que viene a pedir perdón es un traidor”. Un dibujo del conceptualista satírico Lázaro Saavedra titulado Suicidio a traición, un hombrecillo clavándose un puñal en la espalda, ilustra el cuadro de emergencia.
Ponte insiste en no traicionarse demasiado. Ser un “poeta-mafioso” leal a su causa es una virtud para respetar. Ponte ensaya y reconfigura la escena del patriota invisible, rodeado de espectros que lo acosan, cuando le susurra al viento: “No puede haber perdón cuando no ha habido justicia”. A recalcitrantes nacidos en Cuba como los estigmatizados Maldito Menéndez, Gorki Águila o Boris Larramendi, les sobran razones para actuar con poses anárquicas.
(Leí estas líneas a mi madre, cabizbaja en una silla de ruedas. Ella precisó en voz baja: “A quienes tuvieron que irse del país, se les perdona cualquier cosa. No metas la cuchareta en lo que no has sufrido en carne propia. Eso no te importa, hijo. Cuídate”. Hice silencio, le tomé las manos, me incliné por botar el cubo de basura: un ademán profiláctico y liberador en La Habana de fosas abiertas).
Bailando en la cuerda floja, el artista como “paciente ejemplar” se trueca en manipulador que intenta seducir. Fundar mitos individuales desde leyendas colectivas se torna una misión: la “muerte en vida” debe ser reemplazada por la “vida en la muerte” de quienes no alcanzan reconocimiento. “Si no puedo ser un jefe militar que se impone a la fuerza, intentaré liderar la cruzada por transformar a una ciudad letrada en la sociedad civil que merecemos tener”, diría un sesudo.
Lea también
En el último piso de la Torre Eiffel se instaló Sophie Calle (París, 1953), para que una fila de personas esperara su hora nocturna de hacerle cuentos y mantenerla despierta. Ella también ansiaba transformar la cotidianeidad en una novela, y generar situaciones que consiguieran abolir los lindes entre fabulación y realidad.
La falta de veracidad testimonial acompaña a una “pieza de altura” como Room with a view (2002). Indagar o exponerse ante lo desconocido, sería una variante para burlarse de lo privado a favor de lo público. Este desencuentro performático engrosa la biografía apócrifa de Sophie Calle: historias diseñadas para articular el espejismo vivencial de su dossier. Puras lecciones de banalidad existencial, asimiladas por la cultura mainstream; un globo que planea entre cielo y tierra.
¿Cómo humanizar el recinto de una cápsula metálica, gracias a un contubernio entre aparecidos? ¿Cómo reconocer al masoquismo de la imaginación desafiando a una maquinaria tan engrasada como los extravíos mentales de una artista conceptual, quien añora perder su centro y personificar una demencia poética?
El mini-cuento frío de la buena Sophie, réplica eurocéntrica tan vieja como interesante, nos devuelve al lirismo estructural o pregnancia del pensador y sentidor Roland Barthes cuando sentencia: “La Torre Eiffel no tiene edad y realiza la proeza de ser como un signo vacío del tiempo”. Gajes del parasitismo ilustrado, a costa de una frivolidad aplastante en medio de la urbe.
El “arte de la suplantación” explorado por Calle, la condujo a inspirar una sub-trama novelesca de Paul Auster. Sophie es la desquiciada María Turner del film Leviatán (1992), del también cineasta Auster. Esta anima el hastío de la fábula con rituales excéntricos. María Turner es controlada por un reglamento íntimo: obedecer al régimen de una dieta cromática, reducida a ingerir alimentos de un solo color cada día, así como observar detenidamente la vida de los otros.
De retorno a Nueva York, Duchamp anota de su estancia en Venecia: “No soporto una ciudad en la que solo vuelan las palomas”. Cuando suben los andamios, los artistas se desasosiegan; el ascenso les obsesiona en su lucha por la excelencia. Aspiran a mutar en saltamontes de gama alta. Sophie Calle no es una excepción.
Paranoia. Anonimato. Familiaridad. Terror o instinto de conservación. Los portavoces y las ciudades-emblemas con sus dinastías lidian sin verse las caras, a merced de construcciones literarias, ideológicas, oníricas. A ciertos mortales faltos de experiencias, les sobra inventiva para crear dobles que logren actuar por ellos.
Así, el derribo de las Torres Gemelas, redujo al absurdo la obsesiva compulsión de Maupassant, al irrumpir en la Torre Eiffel para no divisarla desde cualquier ángulo de París. En ese instante de pavor ante un desastre, dandys, mitómanos y ególatras elegirían ser el paseante anónimo entre la multitud de Edgar Allan Poe, quien es observado sin dejarse leer por un voyeur en la bruma londinense.
¿De qué valdría una relación de amor-odio con iconos, metrópolis o una Isla flotando en el Mar Caribe? ¿Por qué retorcerse el hígado, dañado por la cirrosis intelectual, a cambio de un desahogo incapaz de cerrar heridas? La curación sería huir de los profetas, los ingenuos culpables o los ángeles terribles, dispuestos a morir por la verdad. Mejor seguir una recomendación de Guillermo de Baskerville, el monje imaginario que le recuerda a su joven discípulo Adso de Melk: “porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad”.
*Este es un artículo de opinión. Los criterios que contiene son responsabilidad exclusiva de su autor, y no representan necesariamente la opinión editorial de ADN CUBA.