Juan Lanz trabaja en el ascensor del Edificio de Infanta y Malecón. Es un mulato que cumplirá cincuenta y cinco años en unos meses y que vive en el barrio obrero de San Miguel del Padrón. Hace muchos años Juan cubre el turno de tres de la tarde a once de la noche y cuando termina va a buscar el P1 en 23 y va montado en él hasta la última parada.
Juan conduce el ascensor casi siempre con un pantalón de mezclilla que le queda un poco largo, razón por la cual se lo sube sobre los zapatos, y alguna camisa suave casi transparente de tan vieja. Lleva un peine azul y un lápiz azul en el bolsillo de la camisa. El rostro, oscuro y noble, parece salpicado por unas hilachas de coco, pero cuando uno se acerca nota que se trata de la barba descuidada de Juan.
Hay que gritar muy alto para llamar al ascensor en el edificio de Infanta y Malecón, como si fuera un animal doméstico. Entonces se ilumina el cuadrado en la puerta verde y aparece, tras una reja que dibuja rombos, el rostro lánguido de Juan. No hay timbre porque fue robado muchas veces hasta prescindir de él. Y cayeron sobre Juan los gritos desesperados de la gente.
“Adelante”, dice Juan, quien viaja de espaldas a los pasajeros porque cierra primero la puerta y la asegura con un cerrojo grande de hierro para que nadie pueda abrirla desde afuera. Después pasa una de esas rejas prehistóricas que se estiran y se encogen y echa la palanca del timón del centro hacia la izquierda.
El que lleva muchos años en el edificio a lo mejor no lo nota, pero si el que llega se fija bien, podrá darse cuenta de que Juan viaja en esta posición para evitarle a los otros el espectáculo insoportable de la pared sucia que raspa casi la reja de rombos. Porque no hay nada, ninguna lámina metálica ni ninguna puerta de madera entre el elevador y la armazón arquitectónica que separa un piso del otro.
Juan tiene un día de franco una vez al mes, el día del cobro, porque habló con la Jefa del Consejo de Vecinos y ella le dio el día libre para ir a buscar sus 245 pesos. Sus casi 10 CUC. Juan, dice, tiene dos nombres y dos apellidos: Juan Ricardo Lanz Capetillo. Hizo el servicio militar en una unidad de aviación. Pero nunca montó un avión. Así que a veces se hace la idea de que todavía tiene 18 años y va piloteando, y cuando le gritan “¡Juan, el siete!”, él asciende y rescata al que haya que rescatar, “¡Juan, planta baja!” entonces va perdiendo, va perdiendo altura y aterriza, sin mayores contratiempos para obedecer a la base de control.
Antes de ser ascensorista Juan trabajó en el departamento de cartuchos de la Empresa Nacional de Envases Comerciales, en una fábrica de zapatos y en un laboratorio farmacéutico. Esto es lo que recuerda. Pero nunca llegaba al año en ninguno de esos lugares porque Juan quería otra cosa. A mayor altura, dice, se está mejor. El ascensor, lo sabe definitivamente ahora, lo mantiene con la cabeza ocupada y no tiene que pensar en nada, ni siquiera en su abuela, que murió con 101 años hace unos años y que vivía con él. Porque Juan nunca se casó; prefirió prescindir de determinadas cosas para llegar a entender otras.
A veces, de tanto estar aquí, ha llegado a creer que la vida es un ascensor, dice, pero no porque baje y suba y nadie sepa a ciencia cierta a dónde va. Para el que llega la vida no es un ascensor sino para el que está siempre aquí, “para mí que pienso que si bajo o subo la palanca voy a terminar yendo a algún lado. Pero no me muevo nunca. Porque no hay a dónde ir, no tiene a dónde llevarnos la vida. Y no tiene por qué hacerlo tampoco. Así que es mejor no andar pidiéndole demasiado, porque el día menos pensado coge y se traba de puro cansancio en cualquier piso”.