La supervivencia gastronómica en la jungla

No me gustó cómo salían personas con mochilas llenas. Luego la camarera nos informó que se habían acabado las costillas y solo quedaba picadillo, cuenta Zenaida
La oferta nunca alcanzó al cliente
 

Reproduce este artículo

Jaimanitas pasó varios días sin agua. En casa de la gente de pocos recursos, como Zenaida, estaban desesperados, sobre todo a la hora de la comida.  Zenaida no tiene cisterna soterrada, ni tanque en la azotea. Se las ve negras cuando falta el agua.

Entonces al esposo de Zenaida se le ocurrió una idea salvadora: almorzar en el círculo social Marcelo Salado, situado enfrente, donde acababan de inaugurar un nuevo restaurante.

Los precios que anunciaba el nuevo restaurante eran baratos: 16 pesos el plato de carne de res con congrí y viandas, 12 pesos, el de cerdo y 9 pesos, el de pollo. Además, incluían refresco y dulce. La oferta más barata era la de picadillo: 5 pesos el plato.

La idea de ir al restaurante animó a la familia. Sobre todo a las niñas, que lo vieron como una aventura. Se vistieron con las mejores ropas. Zenaida llevó un envase plástico para traerle las sobras a la perrita. Hacían el número cuatro en la cola. Entraron a las 12 y tomaron la cuarta mesa. 

“Ahí fue cuando comenzó a desfilar ante mis ojos la supervivencia de la jungla de la cocina”.

Había pocos comensales. En el menú la oferta especial era “costilla frita”. También había pollo. Los primeros platos de costillas que salieron se veían exquisitos. La proporción era buena. Zenaida manejó la idea de llevar un poco de carne para la casa y así resolver la comida de la noche. Cuando terminaron de servir la primera mesa, el olor les llegó como una delicia.

“Entonces sobrevino una demora inaudita. Para que sirvieran la segunda mesa demoró treinta minutos. Desde mi silla veía la puerta de la cocina, donde había mucho trasiego. No me gustó cómo salían personas con mochilas llenas. En una ocasión, cuando la camarera se asomó en la puerta, la llamé y le pedí la carta”.

“Desapareció en la cocina y no vino más hasta después de media hora, a servir la tercera mesa. Luego nos atendió  y entonces llegó el clímax de la historia, cuando la camarera nos informó que se habían acabado las costillas y solo quedaba picadillo”.

“Fue un cubo de agua fría. Yo no me como ese picadillo ni en mi casa. Venía acompañado de un fufú de plátano con muy mala pinta. Le pregunté a la camarera cómo era posible que en tres mesas se hubiera acabado el plato fuerte. Se encogió de hombros. No quise comer. Las niñas sí comieron, para ellas aquello era una aventura. Mi esposo lo devoró, es un todo-terreno. Yo me tuve que ir a cocinar a la casa”.

Los de la quinta mesa también se enfadaron. Julio Quintana, plomero y también vecino del círculo, que fue con su esposa y su hija, comentó que si vendían 30 reservaciones, debían garantizar por lo menos treinta raciones de costillas.

“El problema es que es muy barata”, contó José en la mesa sexta. Que igual tuvo que conformarse con comer picadillo. “Las cocineras, los camareros y los trabajadores del círculo aprovechan y resuelven el problema de la alimentación de sus casas comprando las raciones de costillas. Sí, es una falta de respeto al pueblo, ¿pero no van a aprovechar la oportunidad? Como tú bien dices: es una jungla, donde las presas más débiles somos los clientes”. 

 

Relacionados