A Michel Estrada lo apodan “El Picapiedras”, porque vive de vender los restos de la Central Nuclear de Juraguá. Cada mañana Michel recorre varios kilómetros hasta los edificios de la central para arrancar a mandarria el alambrón guardado dentro del concreto.
Michel vive de ese oficio informal y raro, pues no tiene un empleo fijo. En otro tiempo tuvo un trabajo estatal, pero lo perdió al reclamar por actos de corrupción en su empresa. Ahora hace lo que sea para alimentar a su familia.
A parte de los peligros de la “profesión” —subirse a veces a más de 10 metros sobre vigas estrechas—, los picapiedras enfrentan otros riesgos. Como su actividad no es legal, a veces la policía le decomisa el “alambrón” que saca de las instalaciones o le pone una multa. Así pierde todo un día de trabajo agotador.
Michel es uno de tantos cubanos que no tiene como ganarse la vida formalmente. Vive en el pueblo fantasma a pocos kilómetros de la Central, un lugar edificado para la gente que trabajaría en la megaestructura, pero que quedó en stand by, como el sueño atómico de Fidel Castro.
La planta nuclear de Juraguá comenzó a erigirse a inicios de la década de 1980 siguiendo el modelo de la central soviética de Chernóbil, donde pocos años más tarde se registró el mayor accidente nuclear de la historia.
Representaba la oportunidad de lograr un sueño largamente acariciado por la revolución cubana: poner fin a su costosa dependencia del petróleo.
Al derrumbarse la URSS en 1990, también cayó la ayuda económica a la Isla, indispensable para terminar la planta de Juraguá. Solo uno de los cuatro reactores planificados pudo terminarse.
Fidel Castro buscó durante algún tiempo socios internacionales para concluir una obra que se había convertido en un emblema de su legado político.
En septiembre de 1992, frente a los trabajadores de la planta, anunció finalmente: “No tenemos otra alternativa que detener la construcción”. La República de Cuba había invertido por entonces mil 100 millones de dólares.