Antonio Medina estuvo preso en el Combinado del Este, la penitenciaría de mayor rigor de Cuba, hace 25 años. Por aquellos tiempos era joven y fuerte y llegó a ser el jefe de disciplina. Mucho tiempo después regresó “injustamente” y cuenta que tuvo que ingeniárselas para salir de allí con la conciencia limpia.
“En el 2015 saqué la licencia de zapatero y comencé a trabajar por cuenta propia. Necesitaba materiales y compré una buena cantidad de piel, pero alguien de la cuadra me chivateó y la policía registró mi vivienda. Me lo decomisaron todo y fui acusado de ‘acaparamiento’. Como no delaté a los vendedores sumaron a la causa el delito de ‘encubrimiento’ y como protesté, añadieron el de ‘desacato’. Me condenaron a 5 años”.
Al verse otra vez en el ‘depósito’, (calabozo donde esperan los reclusos antes de subir a los pisos), percibió que nada era igual que antes. “Todo estaba cambiado. Hablé con un preso viejo que me inspiró confianza. Le pedí las señas y el ABC para sobrevivir y me dijo con tristeza que ahora en la prisión se sobrevivía con la lengua. Si no chivateabas, estabas perdido”.
“Con esa carta mala, (que juré no iba a cumplir jamás), llegué al piso a la hora de la comida. Me negué a comer. Al poco rato vino a buscarme el llavero, acompañado de un recluso que parecía un gorila, era el jefe de disciplina del piso. Me llevaron a la oficina del reeducador, que me saludó como un viejo amigo. Lo recordé enseguida: el capitán ‘la trincha’. Me propuso ser nuevamente el ‘mandante’ del piso”.
“Le dije que no, que esta vez era diferente. Quería ser simplemente el zapatero y ganarme un lugar con mi trabajo”.
El día de la visita, un amigo me pasó una aguja insertada en la suela de la sandalia. El pegamento y el hilo vinieron dentro de un pomo de yogurt. Antonio comenzó a remendar.
“Lo primero que arreglé fueron las botas del llavero, una reparación capital. El pago fue dejarme esa tarde en un cubículo vacío, arreglando zapatos. Así me hice de un oficio, que no paraba. Incluso los oficiales traían los zapatos de la familia, para que los arreglara. No les cobraba, por supuesto, pero me dejaban subir a otros pisos a trabajar. Un arreglo de zapatos costaba dos cajas de cigarros. En la prisión el dinero son los cigarros. Llegué una vez a acumular 300 cajas”.
“Comencé a garrotear, que es prestar cigarros con interés, aumenté mi capital. También permitía el pago con jabones, que en la prisión es dinero igual. En las visitas enviaba cargamentos de cigarros y jabones para mi casa. Mi familia los vendía y se sustentaba con eso. Fueron cinco ‘abriles’ preso, se dice fácil. ¡Cinco! Allí sí que ‘acaparé’ de verdad, en sus propias narices, y fue una especie de desquite”.
“Salí de la prisión con la conciencia limpia, porque cumplí mi juramento de dejar la lengua en su lugar y sobrevivir solo con el trabajo de mis manos”.