El día de las madres más triste del mundo

Francisco Correa trae una triste historia que muestra cómo cada día puede ser peor, y cómo un simple cubano pasó de la felicidad al desasosiego en sólo segundos
Bicicleta china 26
 

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Cuenta Joaquín Vázquez, pescador de Jaimanitas, que aquella mañana de domingo amaneció lloviendo y tuvo que sortear la inundación de la panadería, quitarse los zapatos y arremangarse el pantalón para llegar al mostrador. Cuando regresaba a su casa, lo encontró llorando en la esquina.

“Era un hombre de unos cuarenta años, al parecer nuevo en el pueblo porque jamás lo había visto. Estaba sentado en el piso, tirado a morir. Quise ayudarlo a levantarse, pero fue imposible”.

“Insistí en socorrerlo”, continua Joaquín, “prácticamente lo obligué a contar su desgracia, la mejor descripción de los tiempos que vivimos los pobres en Cuba. Sus palabras se cortaban a ratos, por los sollozos. Tenía que soplarse la nariz para poder hablar: 

“Quise darle a mi esposa, la madre de mis hijos, mi amiga, mi bastón, la mayor sorpresa del mundo: el pollo de la carnicería, los jabones de la bodega y el cake del día de las madres, que alcancé a comprar tras una cola desde la noche anterior. Hasta ahí todo me había salido bien, incluso nos tocaba la sal por la libreta y quedaba una cuota de arroz, todo diseñado para un día de las madres perfecto. Pero cuando regresaba a la casa, pasé frente al Mercomar y vi que habían sacado croquetas. Había poca gente. Dejé la bicicleta recostada al poste de la luz y pedí el último”.

Era una bicicleta china 26 en buen estado, con una canasta donde el hombre cargaba para su casa sus trofeos alimenticios. Dijo que su esposa guardaba desde principios de mes un poquito de frijoles negros para el congrí de ese día. El pollo podían asarlo con leña para la ocasión y luego las croquetas y el cake serían el remate de un día feliz, en compañía de sus hijos. Pero la adversidad lo perseguía, agazapada, al acecho.

“Lo que más me duele es que nadie de la cola vio nada. O no quiso decirme. Como hace poco tiempo vine a vivir aquí soy un desconocido. Todo sucedió en un segundo. No llegué a comprar las croquetas, cuando me volví a mirar, la bicicleta había desaparecido”.

Para Joaquín Vázquez, ver a un hombre llorar es una experiencia que no quisiera  repetir. 

“Lloraba como un niño y no era para menos, no solamente porque era el día de las madres y con el robo se iban a pique sus sueños, eran el almuerzo y la comida del día y la imposibilidad de encontrar otra cosa para salvar la conmemoración. En mi caso, si me sucede a mí, también lloro, y grito, no hay dudas. Creo que el hombre cojonudo, que ame a su familia y sepa lo que significa perder la bicicleta con el pollo, los jabones, el cake de las madres y el arroz, se desmorona como aquel individuo”.

Recuerda Joaquín que el hombre se quebraba cada vez que recordaba los productos perdidos. Al parecer su dolor crecía con el paso de los minutos y la conciencia del terrible día de las madres que le esperaba a su familia. 

“Con tanta hambre, tanta necesidad, y sin dinero”, decía mirando el piso mojado de la lluvia”, “¡y todo por las malditas croquetas… debí coger por otra calle! Tanta alegría perdida en un segundo. ¿Con qué cara llego a mi casa? ¿Qué puedo llevarle ahora a mi familia para pasar este día? ¡Para colmo, también perdí la libreta de la comida, que es la peor parte de la historia! Porque la OFICODA está cerrada hasta nuevo aviso por el coronavirus y sin ella no puedo ni comprar el pan”.

Joaquín Vázquez terminó de contarme la historia del hombre con mucha pesadumbre.

“Tuve ganas de ponerme a llorar con él, por no poder ayudarlo. ¿Con qué? Le regalé mis panes, pero no lo aceptó. Se quedó llorando en la esquina, tirado sobre la tierra mojada”.

 

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