Te miran fijo, te quieren asustar, te golpean en la boca. Hay sangre, pero la sangre de un oponente no es sangre de cubano, no es sangre revolucionaria, no es sangre humana. Te bloquean la puerta, te siguen, te empujan. Te amenazan, llaman a un agente de policía, a dos, a tres, para que te lleven detenido.
Entonces parecen desaparecer, pero no, siguen allí apostados, sentados a horcajadas sobre ti, comiéndole la oreja al jefe de la unidad donde te llevaron, preparando el calabozo donde te vas a ahogar durante las 24 o 72 horas siguientes. Instruyen a los de la carpeta que pongan los ojos en blanco cuando tu madre o tu esposa pregunten por ti, que digan que allí no hay nadie con ese nombre, aunque tu sangre haya manchado las paredes y el piso.
Están frente a tu casa, en la esquina, lo mismo a la luz del sol que en la más honda oscuridad. Sientes sus pasos, sus voces cuando responden una llamada de la jefatura y dicen “ordene, sí, jefe, positivo”.
Te quitan el teléfono, la voz, el aire, no quieren que digas nada porque tus palabras no son palabras de un cubano, no son palabras que defienden la revolución, “su” revolución, esa que les permite ser verdugos y sentirse importantes, y vigilar, rondar, humillar, pegar si es necesario, y un día, matar cuando se les disparen los nervios.
Y ahora están alterados, casi al borde, porque galopan nuevamente el hambre y la oscuridad, los apagones de los primeros años noventa, aunque muchos de ellos, la mayoría, no conoció aquel sufrimiento que el Dios que adoran (si es que adoran algo) Fidel Castro, malabarista del lenguaje, llamó Período Especial en tiempo de paz, para disimular su fracaso, todos sus fracasos, que salieron a flote en cuanto cayó el andamiaje soviético que sostenía sus delirios.
Visten de civil, o creen vestir de civil aunque lo que hacen es incivilizado. También se sienten distintos porque piensan que no están uniformados. Pero sí, porque se les conoce a la legua. Camisetas apretadas, riñonera, teléfono celular bien visible, moto a la vista. Y la actitud. La actitud es la de un sabueso cuando huele una pista, cuando desentierra un viejo hueso que hace suyo y lo comparte a regañadientes con la manada, solo para que sea más efectiva la cacería.
Todos tienen, como hijos de la misma madre, idéntica actitud. Una expresión insolente ante sus iguales, que les viene del alto concepto que han llegado a tener de ellos mismos: útiles, triunfadores, indestructibles, gente por encima de los demás, los guardianes de la ley y el orden, los vigilantes de esa playa que resulta ser la ideología y la fe revolucionaria.
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Se sienten pueblo porque viven como el pueblo, casi se diría que sufren las mismas privaciones, los mismos dolores, idénticas carencias. Pero creen ciegamente que Cuba está como está por culpa de ese enemigo que soborna, corrompe y paga a sus mercenarios. La Isla se hunde en oscuras angustias por esos “no cubanos” que no la quieren, que la traicionan, que le dan la espalda, y si ellos no estuvieran ahí, alertas y decididos, degollarían la patria y le clavaran el puñal muchas veces, para que vengan los yanquis a coger mangos bajitos.
Por eso se sienten guerreros. Son, por lo general, de baja estatura porque nacieron o intentaron crecer en aquellos años 90 en que hubo que hacer malabares para alimentarse. Son el ejemplo de todas las privaciones y un compendio de carencias, sobre todo de compasión, de moral, de cultura. Un cerebro que navega en salsa de soya.
Las mismas mujeres combatientes que agarran por el cuello a las Damas de Blanco, y las asfixian, las dominan, para luego arrastrarlas hasta el carro patrullero, al terminar sus jornadas laborales regresan a hogares idénticos a los demás, donde se irá la luz, y donde, en la alta noche, se desvelarán pensando qué darles de comer a sus hijos en la mañana, o cómo evitar que esa pared llena de humedad le caiga encima a la abuela octogenaria.
Ni ellas ni ellos se dan cuenta de nada, como si fueran personas diferentes, como si poseyeran dos personalidades. Lo que sucede es que les gusta la otra, la de perseguidores y hostigadores. En ese papel se sienten importantes, únicos, como si de ellos dependiera el futuro, como si cada mañana ellos mismos le dieran el biberón de leche a la patria.
Y un día llegará uno de ellos al pequeño apartamento que comparte con los suegros. Hará todo el esfuerzo por parecer feliz. Entrará y besará a su mujer y a sus hijos, y el más pequeño lo mirará inocente y le preguntará: “Papi, en la escuela me dijeron que tú eres un esbirro… ¿es verdad?”. La mujer se horrorizará y querrá pegarle al niño, pero él pedirá calma con un gesto, porque ya tiene un nuevo caso. Una nueva familia a la que amedrentar y acosar.
Irá mañana a la escuela de su hijo, pero antes le pedirá el nombre del que dijo que era un esbirro, porque esbirro eran los de Batista. Y el hijo dirá un nombre, el de otro niño como él. Y el padre esbirro será feliz porque ya su niño es un delator.
Está asegurada la continuidad.