“En cualquier momento me tiro del puente. ¿Para qué vivir?”, dice Héctor, que habita un cuartucho de tablas y zinc en la calle 8, de La Lisa. Viene de la bodega, trae en cada mano una bolsa de nylon.
Se queja de su miserable pensión, de los altos precios, la falta de agua, gas, jabón… futuro. Tiempo atrás fue un hombre limpio, con familia; ahora se cataloga como un detrito humano. Muestra los espaguetis que ha comprado en la bodega, distribuidos por la libreta para suplir la falta de arroz.
“No hay puré de tomate, se van hervidos con sal. ¿Tú crees que esto es vida?”. Héctor es retirado de la fábrica del vidrio, allí trascurrió su vida laboral, “esperando un futuro que nunca llegó”. Considera que ha vivido por gusto, porque ha sido un martirio.
“Me partí el lomo trabajando y nunca puede viajar y conocer el mundo, o tener un auto, o una buena casa. Toda mi vida ha sido miseria. Por eso voy a cerrarla con broche de oro, desde lo alto del puente de La Lisa”.
Otro que dice haber vivido en vano es Miguel, de 70 años, dueño de un bajareque en Romerillo de cuatro por cuatro donde tiene la cama, un baño y el fogón en una esquina. Miguel dice que hace rato está de más en este mundo. Lo explica: “nunca conocí a mis padres, fui hijo de la patria. Me mandaron para Angola, Somalia, Etiopia, a pelear, por nada. Me entregué a la revolución como un ciego y cuando desperté estaba retirado con una pensión mínima que no me alcanza para medicinas. A esto no se le puede llamar vida”.
“Tengo un hijo en Miami, que nunca me escribe. Cuando vivía en Cuba no me hablaba, allá menos. Tal vez murió y yo estoy aquí hablando basura. Si es así ahorita estaré con él, porque estoy pensando seriamente ponerle fin a esta película”.
El doctor Ramírez, siquiatra del policlínico, consultado sobre el tema del suicidio, alega: “algunos suicidas se drogan, o se emborrachan, para tener valor para quitarse la vida, pero en otros casos realizan el acto con una aterradora sangre fría”.
“Como médico de muchos años he visto casos de suicidios espeluznantes. Por suerte la prensa no los publica, como pasa en otros países. Aquí al suicidio se le añade una causa mental, aunque lo cierto es que para llegar a esa decisión clímax, debe existir una presión agobiante muy grande a nivel social y emocional”, concluye el doctor.
Mi experiencia personal sobre suicidios cuenta con ejemplos cercanos. Una vez en Guantánamo, mi amigo Fell llegó de mañana a su casa, después de haber fiesteado toda la noche, y su esposa que lo esperaba en la puerta comenzó a recriminarle. Pero Fell no le hizo caso, le dio la espalda. Comenzó a contarme la historia de su rumbón nocturno, cuando la vimos salir de la casa envuelta en llamas y caminó hacia nosotros con los brazos abiertos como dos antorchas, dejando pedazos de cuerpo quemado en el trayecto.
Y otra vez una tarde, en la esquina de San Lino y el 3 Sur, también en Guantánamo, mientras jugábamos dominó, el hombre que estaba sentado a mi diestra, que apodaban el Moro, dejó las fichas en la mesa, se levantó del taburete y dijo: “qué coño, me voy a ahorcar”.
Entró a su casa y no salió más. Sabíamos que el Moro estaba deprimido, lleno de multas y deudas, le habían cerrado la cafetería y en los últimos días la vida era un suplicio, pero nunca creímos que de verdad se iba a ahorcar. Otro jugador ocupó su puesto y la data continuó, hasta que llegó la esposa del trabajo y lo encontró colgado en el cuarto.
De todos los suicidios en Cuba, el más espectacular continúa siendo el del anciano que detuvo a dos estudiantes en la avenida 51 y les preguntó si alguna vez habían visto algo así. Y se lanzó delante de un ómnibus a toda velocidad.