César Ferrer caminaba por una acera del reparto Siboney, cuando un pastor alemán de una mansión de diplomáticos sacó la cabeza y le mordió el brazo. La sangre comenzó a brotarle de la herida cuando pudo zafarse.
Llamó a la casa a ver si lo auxiliaban, pero nadie salió: estaba vacía. Cuando llegó a Jaimanitas su esposa Claudia lo llevó al policlínico. La herida era de puntos, pero la enfermera dijo que en estos casos no se puede coser, ni vendar, hay que dejar que ventile y observar el perro, por si tiene rabia.
Ya en la casa, cocinaron un jurel de 20 pesos, con un poquito de aceite que le exprimieron al pomo, sal y unas hojas de orégano del jardín. No tenían sazón, ni dinero para comprarlo, Claudia lo sirvió con el poco de congrí que sobró del día anterior y se sentaron a comer, pero de pronto Claudia comenzó a toser y a dar saltos en puntillas, no podía respirar: se había tragado una espina.
César le dio un pedazo de pan y le dijo que se lo tragara sin masticar, pero la espina siguió ahí. Fueron al policlínico. Estaba cayendo la tarde. El médico de guardia observó la garganta y no vio nada, dijo que tal vez quedaba el reflejo de la espina que ya había bajado por el tubo digestivo, pero Claudia le dijo que seguía ahí.
“Le voy a ser sincero”, dijo el médico, “aquí en el Policlínico no tenemos instrumental para sacar una espina. Vayan al Clínico-quirúrgico... Y usted, cuídese esa mordida. Haga reposo. Cuidado con la luna”.
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Pero el hospital Clínico-quirúrgico quedaba muy lejos y no tenían ni un peso para la guagua, así que decidieron ir al hospital CIMEQ, que aunque era de funcionarios del gobierno, también atendían casos urgentes de la población de los alrededores.
Bajaron por el callejón de Jaimanitas y bordearon la cerca oeste de Punto Cero, la antigua residencia de Fidel Castro, llegaron al hospital y los atendió el médico de guardia, un joven residente que jugaba en una computadora al solitario.
Después de llenarle un formulario le observó la garganta y no vio la espina. Les dijo que a esa hora en el hospital no había especialistas y la remitiría al Calixto García, el único de La Habana que tiene guardia nocturna de otorrino. Ellos le confesaron que no tenían ni un centavo, que habían venido caminando, el médico dijo que no se preocuparan, que lo llevaría la ambulancia cuando regresara de llevar un caso.
Le preguntó a César por la hinchazón del brazo, olió la sangre, preguntó si había tenido fiebre, o mareos, le dijo que le iba a afectar la articulación del codo y también le advirtió sobre el peligro de la luna. Les dijo que esperaran la ambulancia en el lobby.
Pero a las once la ambulancia no había llegado y además del horror de la espina Claudia comenzó a sentir náuseas y vomitó en una jardinera. Sintió las mismas náuseas a las doce y media y a la una y cinco, como la ambulancia no llegaba decidieron regresar a Jaimanitas y sacar la espina por la mañana.
En el regreso, cada vez que ladraba un perro el brazo de César se estremecía. La luna estaba en cuarto menguante y trataba de esconderlo de su luz. Cuando amaneció, era de color escarlata, el dolor era terrible, pero Claudia estaba peor, porque necesitaba tragar y no podía. En la parada los salvó un inspector de transporte que paraba autos estatales para que llevaran personas y uno los dejó en la puerta del hospital militar. Corrieron a la consulta de otorrino, en la cola los dejaron pasar.
El médico que la atendió era experimentado y sin perder tiempo se colocó en la cabeza un aro de metal con un bombillo, le sacó un tramo de la lengua con una espátula y con una pinza extrajo del segmento bajo de la laringe una espina, la mostró en el aire. No concibió cómo había soportado una espina de ese tamaño en la garganta desde la tarde anterior. César le contó la tragedia y se echó a reír, pero no hizo comentarios.
Regresaron a Jaimanitas gracias a la benevolencia de algunos conductores. Claudia ya no tenía la espina, pero las náuseas continuaban y cualquier olor le provocaba vómito. Decidió ir al policlínico, sola, porque César debía hacer reposo.
Regresó al mediodía. Llegó cantando una canción de cuna. Le dijo con alegría a su esposo que eran ocho semanas de embarazo y tenían que comenzar a pensar en pollo, malanga y culeros. Y en el nombre que le pondrían al niño. Y en conseguir una cuna y ropita de invierno y una palangana, que las embarazadas le dijeron en la consulta que estaba perdidas en las tiendas.