Nelson Julio siempre tiene que irse: nunca ha podido vivir más de tres meses en una casa de alquiler. Pasó por tres barrios de la ciudad de Santa Clara, capital de la provincia de Villa Clara, ubicada en el centro de la isla: un mes y medio el reparto Virginia, luego a seis cuadras del parque Vidal, el más céntrico, y la última locación en una zona llamada El Capiro.
Después se trasladó a La Habana y siguió mudándose entre el Vedado y Centro Habana, seis veces más. En dos años, Nelson hizo las maletas nueve veces: es el constante peregrinaje al que se expone en Cuba el inquilino ilegal.
Nelson nació en Sagua la Grande, un pueblo antiguo apretado entre la sierra de Jumagua y la costa norte, pero sus aires neoclásicos y eclécticos terminaron asfixiándolo. En 2019, no soportó la parálisis económica y cultural y se mudó por primera vez. En Santa Clara, el primer destino de ciudad, se dio cuenta que la única solución para vivir sin una dirección legal era alquilar algún inmueble sin permiso, porque eran más baratos y abundantes.
Estudió Instrucción de Teatro antes de dedicarse a tiempo completo al periodismo en medios no estatales. Su primera casa rentada, a sólo seis cuadras del centro, era pequeña y pulcra y se accedía a ella través de un pasillo en común con su arrendadora. El techo de puntal alto de madera y tejas francesas y el balcón diminuto, donde se respiraba el ajetreo de la ciudad, eran sus mayores atractivos.
Con las semanas Nelson notó pequeñas alteraciones en el orden de la casa. En momentos de apuro, salía a la calle y dejaba la vajilla sucia. Al volver, platos, cubiertos y cacerolas aparecían limpios en otro sitio de la cocina. Otras veces, cuando alguna tormenta tropical amenazaba con desplomarse sobre Santa Clara, encontraba los electrodomésticos desconectados. Los objetos que se movían sin explicación o se desenchufaban solos lo hicieron percatarse de que allí no sólo habitaba él.
Al principio Nelson no le dio importancia. Pero cuando las violaciones a su intimidad se volvieron constantes de parte de su casera, comenzaron a molestarle.
Habían trascurrido casi tres meses desde que Nelson había llegado a la casita de puntal alto y techo de tejas. Era un soleado martes de junio, año 2019, cuando la casera subió las escaleras y le tocó a la puerta para pedirle algo que ya él no recuerda.
—Faltan tres días para el pago del alquiler, ya tengo el dinero —dijo Nelson apenado, pues el mes anterior se había retrasado en el pago.
—Una de las cosas que tengo que decirte es que no me pagues. Necesito que te vayas.
—¿Cuándo pensaba informarme? ¿En el momento de pagar? —preguntó contrariado.
—Lo había olvidado. Tengo que arreglar el techo de la casa por eso te pido que te vayas —fue su respuesta.
—¿Puede darme cinco días para irme y encontrar renta?
—Déjame consultarle al albañil.
Al día siguiente la casera negó los cinco días que Nelson había pedido. Tuvo que marcharse el mismo día. En una ciudad donde el comercio electrónico no funciona y sin opciones conocidas para rentarse, Nelson recorrió las calles, tocando de puerta en puerta, hasta hallar un nuevo sitio donde dormir.
Poco después partió a La Habana.
De esa forma Nelson se convirtió en uno de los migrantes irregulares que llegan a la capital cubana sin ser contados en las estadísticas oficiales.
El Anuario Demográfico de Cuba del 2019, confeccionado por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información en Cuba (ONEI), recoge que desde 2015 hasta 2019 emigraron hacia La Habana un total de 109.974 personas de otras provincias. En el último de esos años, 20.776 cubanos cambiaron su domicilio en el interior por uno en la capital.
El detalle es que el Registro Nacional de Consumidores, la fuente de la que la ONEI se nutre para confeccionar la estadística, sólo expone los cambios legales de dirección. Por eso, quienes migran internamente en condiciones de irregularidad se vuelven numéricamente invisibles: no están reflejados en ellas.
Una de las motivaciones más comunes de estas olas migratorias internas es la búsqueda de mejores horizontes laborales. Pero ese primer problema, que puede parecer una formalidad, desencadena todos los demás: los migrantes ilegales que llegan al mayor polo de atracción demográfico de Cuba, viven indocumentados y sin garantías. Muchos se trasladan a asentamientos furtivos en las periferias de la ciudad, sin servicios básicos como el agua o la electricidad y construyen viviendas precarias en zonas “prohibidas” por el gobierno.
Quienes pueden costearlo, recurren a alquileres al margen de la ley, exponiéndose a vivir sin un marco jurídico que establezca condiciones entre arrendador e inquilino.
¿Por qué los inquilinos recurren a ellos? Porque son más abundantes y son, en esencia, un poco más baratos. Resulta más sencillo encontrarlos en las redes sociales y no exigen en ellos un control de quienes entran o salen del alquiler, como suele suceder en los aprobados por el gobierno.
Los legales poseen un libro donde el inquilino debe anotar nombre y apellido de sus visitantes a toda hora, número de identidad de esas personas. Estos registros son monitoreados, con regularidad, por inspectores estatales.
Nelson llegó a La Habana buscando trabajo. Sentía que en el centro de la isla los temas se agotaban. “Aquí tengo mucho más contenido para mi trabajo y las condiciones son diferentes. En el interior del país la gran desventaja es la represión, no hay una red de amigos, de apoyo, de periodistas bien conectados. La he vivido: es más dura, más recia, más intransigente, no nos deja respirar”, dice.
Ejercer como reportero de medios no estatales lo ha puesto en desventaja ante los arrendadores. Muchos propietarios no quieren llamar la atención de los inspectores estatales y le han prohibido hacer fiestas o llamar la atención de los vecinos. Por eso Nelson ha ocultado su oficio a veces, por precaución.
El miedo constante al desalojo convierte a los inquilinos ilegales en migrantes perpetuos dentro de su propio país. “Siempre con las maletas en la mano, nunca puedes encariñarte con un lugar, ni considerar que es tu espacio a pesar de que lo estas pagando”. Pero no el único problema. Los precios han ido aumentando por la inflación pronunciada en el rubro y los obligan a tener más de un trabajo para poder pagar el alquiler. Nelson empezó pagando unos 1650 pesos cubanos (unos 66 dólares al cambio oficial), y el último donde vivió cuesta 5500 (unos 220 dólares). Aunque claro, un alquiler legal sería más costoso, y más difícil de encontrar.
La forma para llegar a un alquiler ilegal es más sencilla de lo que parece, a través de las redes sociales. Varios inmuebles aparecen ofertados por agencias que le recargan al precio original el “servicio” prestado a los clientes. Esas oficinas aparecen en páginas web como Revolico, donde se comercializa casi cualquier servicio o producto en La Habana.
La mayoría de los anuncios de casas de alquiler en Revolico son de agencias como “M&D Agencia Inmobiliaria” o “Alquileres de Apartamentos y Casas al Vedado”. Otros anuncios no dan nombres, sólo un número de teléfono e indican: “Alquileres de apartamentos a cubanos por tiempo indefinido. Si necesitas una renta, nosotros podemos ayudarte. No dude en contactarnos”.
Estas agencias poseen, además, grupos de WhatsApp donde actualizan los alquileres disponibles por municipio. Para pertenecer a esos grupos se debe ser invitado por el administrador y también hay que pagar: si no se abonan 100 pesos cubanos mensuales (4,17 dólares) se corre la suerte de ser eliminado. Uno de esos grupos es “Alquileres Cynthia 100-300”, que tiene 214 participantes y actualiza cada dos horas las ofertas en diferentes zonas de la ciudad.
Actualmente, en un municipio apartado de La Habana, una renta ilícita -las más abundantes- puede superar los 5 mil pesos cubanos (unos 200 dólares americanos); mientras que, en el Vedado, Centro Habana y Playa, puede costar entre 7 y 10 mil. Hay propietarios, incluso, que sólo reciben dólares, pues la moneda americana es muy valiosa en el mercado informal, y los productos básicos solo se pueden obtener en esta moneda en unas tiendas estatales habilitadas para ello.
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Un día de febrero de 2021 Amanda* salió a buscar el desayuno para sus hijas. Las adolescentes estuvieron hasta las 11:00 p.m. sin probar bocado y solo supieron de su madre horas más tarde, por un vecino. La casera que les rentaba la casa cambió el candado del garaje por donde Amanda salió y debía volver a entrar.
Amanda pasó aquél día en medio de querellas y estaciones policiales, porque su arrendadora quería sacarla del lugar antes de la fecha pactada. Ella se negaba a pagarle en dólares americanos. El dólar en el mercado informal alcanza un costo de hasta 50 pesos cubanos, la moneda oficial del país y en la que se perciben los salarios.
Como Nelson, a sus 40 años, la fotógrafa cienfueguera había decidido mudarse a La Habana para explorar otro espacio. Se llevó consigo a dos de sus tres hijos y emprendió el viaje. Sin una dirección legal donde vivir y sin dinero para comprar una vivienda propia, Amanda recurrió a los alquileres ilegales.
Desde que arribó a La Habana, a inicios de 2020, pasó por tres alquileres que encontró fácilmente en Revolico o en Facebook. Lo más difícil fue encontrar la armonía entre precio, condiciones y zona.
Amanda es una mujer alta e imponente que cree que el mundo se rige por energías. El suyo está habitado por un halo de misticismo donde mezcla la calma con la libertad de su espíritu creativo. Pero verse sometida al estrés de estar rentada cuando debe proteger y mantener a sus hijas, no le atrajo buena energía.
—No tuve derechos, ni cuando vivía en Cienfuegos. Durante cinco años fui nómada, viviendo de alquiler en alquiler.
Cuando recuerda lo que ha sufrido en todas las ciudades su voz, a través de WhatsApp, denota cansancio. La incertidumbre de verse sin techo está siempre ahí, incluso cuando no habla sobre ello. Esa búsqueda constante, no encontrar sitio, no poder echar raíces.
—Agota.
Quizás su historia sería otra si no le hubiese tocado adaptarse a La Habana justo unos meses antes de la llegada de la pandemia a Cuba.
En marzo de 2020 se detectaron los primeros casos importados de coronavirus en la isla. El gobierno decretó, entonces, medidas para contener la expansión de la covid y cerró las fronteras de la capital donde las cifras de contagio se habían disparado.
Se paralizó el transporte público dentro de la provincia y los viajes interprovinciales. Además, las licencias para los transportistas privados fueron suspendidas y se instalaron puntos de control en la salida de la ciudad que sólo podían atravesar vehículos autorizados por el Estado.
En un contexto de aislamiento, con toques de queda en casi todas las provincias y limitaciones a la movilidad, crisis alimentaria e inflación, la migración irregular se detuvo; exceptuando casos aislados que lograron llegar a La Habana con permisos de viaje.
Esos permisos son, hasta hoy, la única posibilidad de entrar y salir de la capital; y aunque deberían ser gratuitos, su acceso es limitado y el rumor creciente es que se han convertido en un negocio lucrativo para quienes trabajan en las oficinas de los gobiernos provinciales que los emiten.
La primera casa donde se instaló Amanda, tenía problemas con el abastecimiento de agua. En junio de 2020 colgó un anuncio en Facebook buscando renta. Le respondió Carmen, quien arrendaba para extranjeros antes de que la pandemia redujera sus ganancias, pero con el cierre de los aeropuertos se había abierto al mercado nacional. Carmen nunca tramitó un permiso para arrendarle a cubanos, así evadía al fisco y evitaba las nuevas gestiones cuando el turismo volviera.
A través de un acuerdo de palabra concretaron que viviría allí durante un año, y ocuparía otra habitación que funcionaría como estudio fotográfico. En total pagaba 6250 pesos cubanos por todo el espacio. En octubre, Carmen comenzó a exigir que el pago fuera en dólares.
En enero de 2021, el gobierno cubano anunció la unificación monetaria del peso cubano con el peso convertible para junio de 2021. Además, aumentaron los salarios del sector estatal; los bienes y servicios ofertados por el Estado se dispararon: también los alquileres.
Carmen se hizo eco de la situación macroeconómica rápidamente. Le pidió 12 mil pesos o 300 dólares por una casa contigua a la suya, con escasa luz, que sólo tenía un televisor roto, una mesa grande de seis sillas en el comedor, un fogón de gas, un viandero y un armario.
Amanda exigió entonces un contrato escrito. Incluso con el documento firmado, Carmen interrumpía a Amanda para mostrar a futuros inquilinos el hogar y la presionaba para que se fuese antes de fecha; por si fuera poco la denunció en la policía por “amenazarla”, aunque por falta de evidencias la acusación no prosperó.
Por recomendación de amigos, Amanda comenzó a grabar con su celular cuando iba por las zonas comunes: recorría el garaje, las escaleras y dos recibidores apuntando con su celular. En ocasiones se quedaba sin agua y sin electricidad, aunque en todo el vecindario hubiese. La casera y su esposo se pasaban horas sentados en una pequeña terraza que pertenecía al alquiler.
Amanda dejó el lugar el 23 de febrero, ocho días después del mayor altercado con su casera, que implicó hasta mediación policial.
Recogí lo más grande y me lo llevé y pensé que podría regresar al otro día por lo demás. Pero me había cambiado el candado nuevamente y no me dejó entrar, me bajó una parte y dice que ahí no quedó nada. En el estudio aún permanecen las luces que puse y productos de maquillaje. Ahora dice que la estafé y que le debo seis mil pesos —recuerda.
Amanda tuvo que cerrar su negocio y posponer los contratos que tenía previstos. De ahí salen sus únicos ingresos para mantener a sus hijas menores de edad y pagar la renta. Ahora, inmersa en un proceso legal para recuperar sus pertenencias y en otra vivienda, espera que La Habana le sonría y le haga florecer.
Ella y Nelson son sólo dos piezas de un problema sin solución.
*Amanda es un pseudónimo utilizado para proteger su identidad.
Este artículo es parte de El último techo, un especial transnacional del Laboratorio de Periodismo Situado de Cronos Lab