Reportaje desde una celda de una unidad policial

ADN Cuba comparte las vivencias de un colaborador que pasó horas en un calabozo por sencillamente intentar acudir a un llamado de auxilio de una mujer que iba a ser desalojada
La policía en Cuba arresta por hobby, sin necesidad de una orden
 

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Hemingway se apostaba frente a la estación de policía de Chicago a esperar los autos patrulleros salir precipitados a la escena del crimen, para seguirlos y obtener la exclusiva.  

Era una época de bonanza para el periodismo. Policía y periodista se complementaban ejerciendo un oficio parecido: proteger a la comunidad y develar la verdad y la justicia. En el contexto cubano son ángulos opuestos. La represión del régimen contra la prensa libre convierte al reportero en la noticia, cuando lo apresan para impedirle que escriba la nota. 

Hace poco recibí una llamada telefónica de una madre llorando. La policía y los funcionarios de vivienda estaban en la puerta de su casa para proceder a un desalojo forzado. Me pidió auxilio. Le dije que partía en ese mismo momento para su casa, a filmar el agravio y escribir la denuncia, pero al llegar a la parada del ómnibus, fui detenido por un auto patrullero que me condujo a la sexta estación de policía en Marianao, donde estuve preso en una celda llena por más de 10 horas, escuchando historias increíbles contadas por los reos.

Había un hombre detenido por vender yogurt en la calle. Le habían quitado la mochila y el dinero. Su esposa andaba con él en la venta y la tenían en la celda de mujeres, al final del pasillo. Estaba nervioso, fumaba sin parar. Daba vueltas interminables por la celda cabizbajo, buscando cabos de cigarros. Siempre hallaba uno.  

“Lo perdimos todo”, decía. “El dinero… el yogurt… la mochila… ahora no sé qué vamos a hacer con la comida y las deudas”.

En un rincón había un joven en posición fetal, muy deprimido. Pescaba langostas y caguamas con redes en el canto del veril y las vendía a extranjeros. La policía lo detuvo, registró su casa y confiscó la nevera repleta. También varios caparazones, preparados para la taxidermia. 

Contó que llevaba tres días allí y su desgracia se multiplicó por mil cuando supo la traición de su mujer con un vecino. El rumor se lo trajo a la celda un policía, una medida de ablandamiento para resolver rápido el caso.

“Yo sí que lo perdí todo… lo que se dice todo… todo…”, repetía como un reloj el pescador. 
Había un joven flaco, en short, pulóver y chancletas muy gastadas, dormido plácidamente en una esquina. Pasó todo el tiempo así, dormido en el piso sin importarle para nada la libertad, mientras que otro de su misma edad, pero mejor vestido, en cuclillas, con la espalda recostada a la pared, se quejaba de la injusticia de las leyes cubanas. 

“Estoy aquí desde anoche, por gusto. Me cogieron en la parada del túnel de Línea, cuando esperaba el ómnibus para mi casa. Eran más de la una, vino el patrullero, me pidió el carné de identidad... vio mi dirección, me preguntó si yo era de Arroyo Naranjo, ¿qué hacía en Playa? Me montó: Fuera de zona, me dijeron y me trajeron aquí. ¿Eso es un delito? ¿Fuera de zona?”. 

Al mediodía sacaron a dos detenidos en libertad, pero entraron a tres. Uno acusado de robarse una moto eléctrica, otro por venta de materiales de construcción y el tercero por no tener dirección de La Habana. 

“Me han deportado seis veces a mi provincia y siempre regreso. Es que en Oriente no hay vida… La Habana es La Habana… quiero trabajar y vivir aquí, pero el gobierno no me deja”. 

Pasada las dos un policía trajo las bandejas del almuerzo: arroz crudo y sopa salada. El pescador, el vendedor de yogurt y yo renunciamos a comer, regalamos las bandejas a otros con mucha hambre, que las devoraron con urgencia como un manjar. No había agua en la celda, estaba calurosa. Comenzó a anochecer y se puso oscura. Tantos cuerpos, en un pequeño recinto sin higiene, comenzó a preocuparme.  

A las siete de la noche al fin me interrogaron y para asombro mío, la mayor preocupación de la Policía Política, mi mayor delito, radicaba en responder tan rápido al llamado. Es decir: salir precipitado hacia el lugar del desalojo. Pero a diferencia de Hemingway, no contaba con auto y tuve que morir en sus manos, en la parada del ómnibus.

“Voy a serte sincero”, dijo el oficial, “eso es lo que nos intriga, ¿por qué fuiste tan rápido? Además, debo aclararte, que para nada es desalojo, eso lo hacían los batistianos. Esto es extracción, en cumplimiento de lo que dicta la ley de la vivienda”.

Me entregó el carnet de identidad, me dijo que me fuera, y que no me metiera más en problemas ajenos”. 

 

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