"Estábamos en el polígono especial de Holguín, movilizados por las fuerzas armadas, vestidos de verde olivo con mochila, casco y fusil, preparándonos por si venían los yanquis. Diariamente cruzaba con mi escuadra un campo de alambradas con tramos incendiados, vadeábamos ríos, nos tirábamos de alturas desproporcionadas. Realizamos marchas interminables y regresábamos al campamento de noche, molido de cansancio.
"Dormíamos en hamacas amarradas de árboles, picado por los bichos. La última semana fue supervivencia: alimentarnos de lo que encontráramos: iguanas, pájaros, frutas, raíces. Eran seis escuadras y cada una tomó un rumbo distinto. Además de la supervivencia debíamos emboscarnos, atacarnos y tomar prisioneros”.
Cuenta mi vecino que al cuarto día estaban exhaustos, la desesperación se adueñó de los soldados.
“Le disparamos a las auras tiñosas que volaban bajo, para ver si matábamos alguna para asarla en la fogata. Mi escuadra persiguió un majá y cuando conseguimos cercarlo avanzamos sobre él en un círculo, pero en el último instante se escabulló por un agujero en la tierra”.
Caminaron angustiados todo el día, sin rumbo, más atentos de encontrar algo que sirviera de alimento que de no caer en emboscadas, pero no aparecieron más lagartijas, ni totíes. Ni siquiera un sijú platanero. Solo cactus y arena.
“Al final de la tarde nos hallamos muy débiles. El jefe de la escuadra dijo que era vital encontrar el río para abastecernos de agua y ver si pescábamos algo. Me subí en un árbol para observar y de repente vi a un puerco salvaje que caminaba plácidamente a 100 metros de distancia y lo derribé de una ráfaga.
“Hubo tremenda algarabía en el grupo y gritos de triunfo. Lo abrimos y lo pelamos con las bayonetas. Lo asamos en una fogata. Pero cuando estaba casi listo comenzó a lloviznar y el fuego se apagó, levantando una humareda que se vio a diez kilómetros. El olor a puerco asado se esparció por el campo multiplicando el hambre de las otras escuadras, que cayeron sobre nosotros con una inquina que daba miedo”.
La persecución de los soldados hambrientos tras el olor del asado duró tres días con sus noches y podría inscribirse en los libros de las grandes batallas. Iban sobre ellos desde los cuatro puntos cardinales y cuenta mi vecino que tuvo que nombrarse jefe de retaguardia para para confundirlos y preservar la carne.
“Borraba las huellas que dejábamos y colocaba rastros falsos, así los puse a pelear entre ellos. Se diezmaron. Nos refugiamos en una cueva y calentamos raciones del asado con la técnica “cocina vietnamita”, que consistía en enterrarlas y liberar el humo a otra parte mediante un conducto de caña brava. Las escuadras enemigas nos pasaban por encima, prolongando la persecución según la dirección del humo.
“Me volví un genio en la estrategia, pues sin disparar un tiro conseguí que se aniquilaran, pero quedó una, que estaba decidido a capturarnos, y apliqué contra ella una idea genial: Guerra bacteriológica. El puerco ya estaba putrefacto, entonces lo dejé sobre una piedra, en un lugar visible, para que lo encontraran”.
Siguiendo el rastro de las huellas dispuestas, la escuadra enemiga lo hallo fácilmente, aplaudieron, soltaron ráfagas al aire y devoraron los restos del animal con desespero.
“Quedaron fuera de combate en el acto. Intoxicados con un bacilo que produce la carne porcina en mal estado. Una ambulancia lo trasladó al hospital de Holguín: vómitos, diarreas, escozor en los ojos, en la lengua, fiebre alta. La victoria de mi escuadra fue contundente y nos graduamos con las notas más altas.
“Esta situación que se vive ahora con la crisis económica y con la pandemia me recuerda mucho aquella contienda, cuando comer carne de puerco se convirtió prácticamente en un asunto de vida o muerte”.