El héroe de mi niñez se llamaba Alarcón, Manuel Alarcón Reina, y tenía un número 17 en la espalda del uniforme del equipo Orientales. Parecía un gigante, y sobre el montículo del pitcher, lo era. Hacer el wind-up levantando la pierna izquierda, girarse totalmente dando la espalda al bateador que parecía quedar hipnotizado con aquel 17 que se esfumaba cuando la bola venía, en una curva maldita, hacia el home.
Lo decían entonces los viejos y los menos viejos, Manuel Alarcón fue “el jugador de béisbol más espectacular, contradictorio y típico de los años duros y románticos de la década del 60 en Cuba”.
Cuando una hernia discal lo obligó a retirarse del deporte, se puso a cantar boleros en algunos escenarios de Bayamo. Allí lo invité a un trago de aguardiente una noche, y hablamos poco, porque ya el alcohol y los pesares habían hecho de su vida una curva dolorosa que no llegaba a ninguna parte.
Luego apareció en el panorama nacional otro Alarcón. Tenía apellido de alcurnia y parecía un hombre inteligente mientras estaba allá, lejos, en la ONU, que era su campo de acción. Hasta que el comandante quiso tenerlo más cerca, porque un experto en las relaciones con EEUU siempre era útil cuando el delirante en jefe quería seguir librando batallas que se inventaba, en sus madrugadas de insomnio.
Pero este Alarcón no sabía lanzar. No aguantaba un inning encima de ningún montículo, y no podía enseñar ningún número en la espalda porque era un cero a la izquierda, y a la izquierda no le importan los números, ni los ceros ni los seres. Así y todo, Ricardo Alarcón de Quesada fue Canciller en las Naciones Unidas de 1992 a 1993, y luego presidente del Parlamento cubano durante dos décadas.
Lea también
Todavía no había sido muy contagiado por el cerebro enfebrecido de su jefe. Recuerdo que en año 2002 viajé a la Feria del libro de Guadalajara, México, donde Cuba era la invitada especial y Alarcón presidía aquella delegación donde muchos escritores habían sido seleccionados por su complacencia y no porque significaran algo.
El día de mi llegada, una periodista me preguntó qué pensaba yo de este otro Alarcón, y le solté, sin tapujos, que “Alarcón era el payaso de Fidel Castro”, y así salió como titular en primera plana de un diario tapatío, junto a mi foto.
En la segunda jornada de la Feria me dirigí al pabellón de Cuba para comprar El monte, de Lidia Cabrera, y oh, emboscadas del destino, allí estaba Alarcón, atravesado, en medio del pasillo principal, a dos metros del libro que buscaba. Hice tiempo y me seguí tropezando con seres desagradables hasta que me dije para mis adentros: “prefiero a Alarcón”.
En el camino tropezamos abruptamente. Lo arrastraba, servil, Miguel Barnet, como un cicerone de cantina. Barnet no tuvo más remedio que presentarnos, sin hacer alusión a mis declaraciones del día anterior. Solamente le dijo: “Mira, Ricardo, este es un joven poeta que vive lejos”. Noté que Alarcón buscaba algo qué decir, así que rematé la jugada para que cerrara la boca, y le contesté a Barnet: “No, Miguel, no vivo lejos, me fui pal’ carajo para no ver a gente como este señor ni a su jefe”. Y les di la espalda, sin libro de Lidia Cabrera, pero sabiendo que en los restantes días los dos me iban a evitar.
Todavía parecía Alarcón conservar una pátina diplomática que le evitaba patinar. Pero no pasó mucho tiempo para que diera el primer resbalón internacional, cuando delante de los jóvenes de la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI) dijo que “no se permitía a los cubanos viajar libremente para evitar la congestión del espacio aéreo internacional”. Aquella absurda justificación fue la burla diaria durante mucho tiempo.
Ahora vuelve a las andadas, como si no pudiera aceptar haber quedado relegado a las sombras, entumido, sin poder seguir practicando sus aptitudes lacayunas, y ha vuelto a ocupar titulares de prensa a propósito de la entrada en vigor del Título III de la Ley Helms-Burton, donde llamó “ladrones” a los dueños de propiedades confiscadas por el régimen de Fidel Castro después de 1959.
No le bastaba quedar en la historia con aquel choque multitudinario de aviones que hacía reír a quien lo escuchaba, como si sólo fuera el mal sueño de un borracho. Ahora tuvo que mentir con la misma mentira que usó su jefe siempre, un hombre que jamás dio, como decía mi padre, un palo al agua, para indicar que alguien jamás trabajó en su vida. Que explique Alarcón cómo es que esos “ladrones” se llevaron el dinero del país, siendo sus dineros.
Que explique el controlador aéreo por qué son ladrones personas que tuvieron que partir porque un tipo soberbio les arrebató el trabajo y la obra de toda su vida y que en poco tiempo, sin haber gastado un centavo de sus bolsillos, era dueño de más de veinte casas de descanso en toda la Isla, yates, refugios, aviones, helicópteros y hasta un cayo para su solaz y esparcimiento.
¿O será que realmente se cumple aquel refrán de “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”? ¿Seguirá defendiendo Alarcón lo indefendible? En la línea de su antiguo jefe, el padrino, y de los capos de GAESA y del batallón de inútiles que han medrado durante sesenta años, y que han lucrado con el supuesto robo que ellos robaron luego, Alarcón no tiene la discreta vergüenza de quedarse callado, y mirar hacia el cielo, por si de pronto colisionan dos aviones.
Siempre será mejor que seguirse manchando en la historia poniéndose del lado de quienes hundieron el país.
Definitivamente me quedo con el otro Alarcón, aquel héroe de mi infancia, el guajiro que lanzaba pelotas y cantaba cosas de amor. Ese nunca le mintió a nadie.