Pena de muerte y tatuajes, la agonía de un recluso peculiar

El vecino exconvicto de Francisco Correa comparte otra anécdota de sus tiempos de recluso. Esta vez sobre Rojita, un hombre encarcelado por un extraño incidente en el que todo un pueblo se volvió loco y un policía resultó muerto
Imagen ilustrativa. Tomada de Internet
 

Reproduce este artículo

El reciente asesinato de un policía en la estación de Calabazar, en medio de una crisis económica semejante al periodo especial de los años 90, recordó a mi vecino el exconvicto la historia de un recluso que conoció cuando era jefe del piso de mayores en la prisión Combinado de Guantánamo, en 1993.

“Le decían Rojita y estaba condenado a muerte por matar a un policía. El hecho era famoso por su peculiaridad. Ocurrió una noche en Madre Vieja, caserío intrincado del lomerío de Guantánamo, durante las fiestas del café. La orquesta Los rítmicos de Palma afinaba los instrumentos en la tarima, cuando alguien que nunca se supo gastó una broma pesada: echó hojas de clarín (la terrible planta alucinógena conocida también como campana) dentro de un tanque donde destilaban alcohol. La bebida que se extrajo fue una bomba”. 

En las actas del juicio oral, que guardaba Rojita en la celda y los reclusos releían por la noche como una película, relataba que la orquesta Los rítmicos de Palma comenzó el concierto a las 10 con su tema favorito: El agua que cayó la fiesta la revolvió, momento en el que el fabricante de alcohol aprovechó para vender su bebida, a veinte pesos la botella.

“Notamos que antes que acabara la canción los guajiros comenzaron a actuar de manera impropia”, indicaba el testimonio del director de la orquesta, en el acta, “los primeros síntomas que vimos fueron mucha euforia y aquel baile extraño…”.
 
Otro músico, trompetista, alegaba que pensaron que tocaban tan bien que repitieron el estribillo: El agua que cayó, la fiesta la revolvió, y aquello fue un llamado a la guerra.
 
“Se formó una trifulca terrible. Toda clase de objetos volaban como proyectiles. Reían, chillaban, la cosa llegó a lo improsulto cuando allí mismo, a la vista pública, se desnudaron y empezaron a realizar obscenidades”, acopiaba el acta del sumario.
 
“Los músicos nos asustamos. Recogimos los equipos. Un guajiro subió a la tarima y pidió prestado al guitarrista la guitarra. Creímos que quizás fuera un trovador del pueblo y que tal vez una tonada detuviera aquel desastre. Le dio la guitarra y el guajiro se la rompió en la cabeza”.  

En ese momento la orquesta huyó en desbandada. El único policía del pueblo, con fama de abusivo, llegó a la plazoleta y realizó disparos al aire. La gente detuvo un momento las acciones, se concentraron en el recién llegado y le fueron arriba. De ahí en adelante nadie recuerda nada más nada.

“Cuando llegaron las tropas especiales al sitio encontraron un reguero de cuerpos semidesnudos, inconscientes, con magulladuras y heridas, y el policía hecho trizas en medio de la plaza. Sólo escaparon del fatídico alcohol los niños y los ancianos, que no fueron a la fiesta”, relataba en el acta una mujer que se presentó como testigo y que en ese momento tenía hepatitis y fue quien se aventuró en la noche y avisó a la guardia de Guantánamo”.  

En el juicio el pueblo afirmó que aquel guajiro bonachón, regordete y colorado como un chumbo, al que apodaban Rojita, era el autor de los hechos. Aunque se declaró inocente, lo condenaron a muerte.  

“Las ejecuciones en la prisión se efectúan al amanecer”, cuenta mi vecino. “Cada día Rojita vivía el infierno de que llegaran a su puerta y le dijeran: ¡Vamos! Después del desayuno quedaba convencido que no era su día y respiraba aliviado”.

“Fui yo quien le dio la idea de los tatuajes, porque la tinta azul contra el rojo de su piel semejaba una bandera americana. Le metí en la cabeza la idea de tatuar todo su cuerpo y buscar un récord Guinness, que tal vez le conmutara la pena”.

“Primero se tatuó los brazos, con los nombres de sus padres, tíos, abuelos, hermanos. Luego llenó el abdomen y la espalda con frases de prisión y máximas mundanas. De la biblioteca pidió libros: Neruda, Machado, Benedetti, Buesa… colmaron su anatomía. Cuando se acabaron los libros le trajeron un periódico y lo vaciaron en su cuerpo”. 

“En una pierna le escribieron todo lo concerniente al desplome del campo socialista. En la otra el cumplimiento del plan de azúcar del central Paquito Rosales, con el mejor índice de recobrado de su historia. En los pies el parte del tiempo: Mucho calor y sol. Temperaturas entre 32 y 34 grados, sobre todo en las provinciales orientales. En una palma de la mano las culturales: Fallece el escritor cubano José Soler Puig. Grammy para Chucho Valdés. En la otra mano las deportivas: Santiago, campeón de la serie nacional de béisbol y los líderes individuales del torneo. En el cuello le tatuaron un collar de olivos”. 

“Quedaban pocos lugares libres. En una mejilla le tatuaron el escudo y en la otra la bandera, en la nariz un ancla, símbolo de la inmovilidad presidiaria. Se peló a rape, pidió que le escribieran el himno nacional en la cabeza. Todas las mañanas, luego del suspiro de alivio por no ir al paredón, se rasuraba la cabeza para mantener el himno limpio”. 

“En la frente escribió el nombre del policía muerto y debajo el título de la canción que se tocaba aquella noche. Quiso tatuarse en el reverso del labio: “Salvador de mi pueblo”, pero fue imposible, la tinta no secaba por la humedad”. 

“Cuando salí en libertad en el 94, tras la crisis de los balseros, Rojita seguía en su cubículo, viviendo la agonía de esperar el amanecer y los pasos que vinieran a buscarlo”.

 

Relacionados