Develada la naturaleza del orden postotalitario, Vaclav Havel dedicó buena parte de El poder de los sin poder a dilucidar los mecanismos mediante los cuales el poder lograba la sujeción del individuo.
Entendiendo que las personas no afrontaban ya, como en tiempos de Stalin, la amenaza constante e imprevista del terror concentracionario, el autor enfatizó sobre los resortes psicológicos de la dominación. Los cuales, para la época de marras, recaían cada vez más en esa -nunca mejor llamada- falsa conciencia que era la ideología oficial. A la que considera “una manera engañosamente convincente de relacionarse con el mundo” que “ofrece a los seres humanos la ilusión de una identidad, de dignidad y de moralidad, al tiempo que les facilita no comprometerse con ellas”.
La aguda mirada de Havel alcanza, alternamente, al individuo y el poder, a la base y la cúspide del sistema. Desde su humanismo realista y practicante, el escritor se resiste a considerar a sus compatriotas simples almas muertas, seres irremediablemente entregados a la vileza, el fanatismo o la maldad. Así, se pone -sin perdón, sin juicio- en el lugar del hombre común, ese que oscila entre la lealtad forzada al régimen y la vergüenza íntima derivada del reconocimiento de su sometimiento. El cual necesita sublimar “los bajos intereses que motivan su obediencia, al tiempo que se encubre a sí mismo los igualmente mezquinos que determinan el poder. Se los encubre bajo la fachada de algo elevado. Y ese algo es la ideología”
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Tomando a Cuba como ejemplo, -pensemos pues para dar cuerpo vivo a sus valoraciones- en la presidenta del Comité que alquila ilegalmente a turistas. En el vecino que apura su presencia en el acto de repudio para recibir la hija que llega de Canadá. En el maestro de marxismo leninismo que pontifica sobre el Hombre Nuevo a unos adolescentes enamorados de Messi y Gente de Zona. Todos simulan tanto que creen como que viven de acuerdo a esas creencias que habitualmente posan.
Situación lógica, pues todos, o casi todos, asimilan la ideología oficial -y, en un sentido amplio, las praxis de ella derivadas- como modo dual de sobrevivir en el sistema y reducir en su propia psiquis su disonancia y repudio para con aquel. Porque nadie quiere asumirse como cómplice, cobarde o verdugo, por simple mecanismo involuntario de autoprotección emocional.
De tal suerte, la simulación cotidiana se convierte en el cemento de una sociedad enferma, en “un velo detrás del cual los seres humanos pueden esconder su propia existencia degradada, su trivialidad, y su adaptación al status quo. Es una excusa de la que cualquiera puede echar mano, desde el carretillero, que encubre su miedo a perder el trabajo tras un supuesto interés por la unificación de los trabajadores del mundo, hasta el más alto funcionario que a otro nivel hace lo mismo pero con mayor hipocresía. Porque su interés en permanecer en el poder puede disfrazarse con las consignas del servicio a la clase obrera que ayuda a anonadar masivamente.
La palabra del autor no excomulga ni absuelve. Como recordara a sus alborozados compatriotas en aquella memorable noche del triunfo del 89: ‘en este sistema todos somos, en diverso grado, víctimas y victimarios'. “No es necesario -nos interpela Havel- que los individuos crean todas estas mistificaciones, pero sí deben comportarse como si las creyeran, o al menos deben tolerarlas en silencio, o seguirles el juego a los que lo hacen. Es por esta razón que deben, sin embargo, vivir en la mentira. No es necesario que acepten la mentira. Es suficiente que acepten su propia vida con la mentira y en la mentira. Por este mismo hecho es que los individuos confirman el sistema, completan el sistema, constituyen el sistema y son el sistema”.
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Trayendo esas ideas nuevamente a la Cuba actual que pervive bajo el yugo autoritario, uno no puede dejar de cuestionarse: ¿Cuánto ha dañado el alma nacional el peso de la mentira? ¿Cuánto de la adaptación resignada nos proviene de la prolongada etapa colonial y la breve era republicana -repletas de servilismo, corrupción y picaresca- y cuánto del comunismo? ¿Qué responsabilidades -simétricas o diferenciadas- podemos asignar a los diferentes estamentos de la nación, acostumbrados durante seis décadas a vivir en la mentira? ¿Cuán cómplices somos y qué posibilidades reales tenemos de reaccionar en sentido contrario? Y por último: ¿Tenemos razones para el optimismo al presenciar la resistencia de esas franjas de sociedad viva y diversa que no han sido aplastadas por el poder?
Al recordar y conocer más profundamente el mismo pasado de pueblos sometidos, como el checo, no podemos evitar buscar afanosos las respuestas que solo podremos encontrar en nuestra propia praxis social y en la autosuperación colectiva como pueblo. Por eso Havel no ofrece recetas en su texto, escrito por demás en momentos difíciles. No obstante, empeñado en vivir en la verdad y deseoso de compartir saberes, nos recuerda que todos somos parte del problema.
Pero de ese mismo modo podemos devenir, en ese momento en que irrumpe la radical novedad revolucionaria identificada por Hanna Arendt -Sobre la revolución (Alianza, 2013) y La libertad de ser libres (Taurus, 2018)-, los agentes de la solución. Sólo nosotros.
*El autor agradece a Lynn Cruz y Osmel Ramírez las ideas que, en diálogo fecundo, nutren la reflexión personal que sustenta este texto.