Villa Clara se ha vestido de largo en medio de la pandemia. El buró provincial —o el aparato comercial que suelen encarar el desafío lo mismo cuando el zapato aprieta o la región se infecta hasta convertirse en baluarte de cualquier calamidad psicosanitaria— ha decidido alebrestar, con suerte de otra "noche de locura” y saliéndole al paso autorizadamente a la casi implantada ley seca en la mayoría de los hogares tristes, el esmirriado estómago del sufrido con par de artículos extras en calidad de ofrenda conmemorativa.
Esto que quede claro: regulado y registrado por la libreta —la escueta “canasta familiar” que ha sido razón de ser de la impuntual OFICODA—, pues solo quienes la presenten en el acto del trueque como constancia bíblica de no haber cumplido aún la edad fatal de los 65 que te encierran por orden celestial, podrán acceder a esos productos terrenales en la actual campaña que se debate entre posguerras.
En las bodegas, timbiriches y tiendas nacionales, controladas en extremo por una vanguardia revolucionaria que reparte tickets —mientras se obliga a “mantener las distancias” hasta para comprar la leche— vistiendo un pulóver no suizo de brigada lacrimógena de salvamento global, se han estirado de pronto los cuellos de tan esmirriados custodios, con el arribo de insólitas cajas del ron “Decano” —del tipo “sellado” (Producción camajuanenese para la venta en divisas del Combinado Cubanacán)- a un precio de 57 pesos MN la botella y a una botella por núcleo. No importa si habitan dentro par o docena de alcohólicos, o candidatos.
El brebaje con tufo a rancio cartón de bagazo viene acompañado de una extraña mortadela roja “rojísima”, que a diferencia de la rosa-pálido habitual y con extraordinario valor de ocho pesos la libra (por el misterio quizá de sus componentes que casi alcanzan a la negritud), ambos arribos nos evocan daltonismos draconianos de un pasado político-discursivo que sigue dando quehacer... mientras va perdiendo el tono.
La gente, acostumbrada histéricamente a ingerir de cuando en vez una sosa mezcla de harina con pimienta negra, grasa animal y sal, se ha sorprendido con la coloratura fulminante del nuevo producto que vampiriza cuantiosa inyección de sangre.
No podremos olvidar, en esta hora postrera, que “Siempre es —y será— 26”. Y con ello el bicolor anarquismo triangular oriundo de aquel foráneo pabellón.
Porque la fanfarria impostergable como consecuencia de otro aniversario de la “derrota del imperialismo norteamericano” en esta ínsula invencible —aunque todo el mundo sepa que en ese abril del 61 los que se embarcaron en aras de revocar el comunismo súbito de Castro fueran cubanos disgustados con él y su triquiñuela— constituye parte esencial del "optimismo" a que se nos convoca estoicamente desde hace un carajal de años.
La reaparición pública del segundo Castro mandamás, tras una dilatada ausencia en cámaras y micrófonos, motivo suficiente para arrebatar la lógica especulación, no hizo más que reafirmar sospechas; el desaparecer, más que una estrategia no confesa en heredad familiar ni imputable a enfermedades “para que otro dé la cara” cuando los juicios arrecian, dan pie a que el mundo comente con razón sobre “lo mala que está la cosa” en el suelo patrio y la ignorancia supina de quienes la dirigen.
Y no es que haya sido recurso apelado de última hora, sino que ha prevalecido activo en el arsenal de siempre.
La artillería moderna, lejos de aquella obsolescencia verdeolivo desplegada en la Península de Zapata bajo la mira pedagógica y retorcida del extinto primero, se basta en el presente con el suplemento tecnológico que envía —inmediatamente a ojos/oídos ávidos por la noticia— los mensajes que unos y otros deseen dispararse.
No importa si contienen un mínimo de veracidad (o abundante posibilidad de volverse creíbles), lo que cuenta es el impacto.
Como impactantes fueron las imágenes postreras —y los comentarios enjundiosos— del fotógrafo Sergio Canales, quien repitió muchas veces hasta que quedaron bien (unas 15, dijo), las famosas tomas del comandante saltando del tanque T-34 en Girón, justo cuando se hubo apagado ya el fuego, porque llegar a esas horas al zafarrancho pretextando vehículo averiado, fue la misma argucia que extraviarse por las calles del Santiago de toda su vida estudiantil y no llegar jamás al enfrentamiento en que cayeran 55 “prescindibles socios” (en desgracia), como expresaran con rencor algunos de ellos.
Pero que nada permanezca escondidito entre cielo y tierra. Los ciclos infames en la conducta humana se repiten, y los mentirosos afloran cuando ha pasado algún tiempo. No se consigue apañar la verdad definitiva por mucho que se la pretenda.
Ni existirá jamás salvable distinción entre lo que se considere “nuevo o viejo”.
Tomarse hoy un traguito —siempre “en casa”, cumpliendo con el sagrado deber de obedecer a gente autoritaria más sabia que uno, y por ende del resto de los mortales—, jamándose en compañía (o no) una lasquita de la más estalinista y combativa mortadela, puede constituir todo un ritual postrevolú de aquello que bien se tilda como “homenaje con venganza”, recurso característico del “desclasado nacional sin remedio”, aunque sólo lo sea temporalmente.