La idea y realidad de la sociedad civil han cobrado vigor en los últimos cuarenta años, ligadas a los procesos de democratización en Latinoamérica, Europa del Sur y del Este, así como diversas regiones de Asia y África. Concebida como una esfera de la sociedad compuesta por diversos tipos de movimientos y organizaciones sociales, medios alternativos y otros actores del Estado y el mercado, la sociedad civil responde a la necesidad que tienen los ciudadanos de involucrarse activamente, en procesos emanados de los espacios políticos y económicos, que impactan sus vidas cotidianas y afectan sus derechos e intereses.
En el seno de la sociedad civil se encuentran actores sociales que comienzan a reconocerse e interconectarse desde su diversidad, para solucionar lo que les preocupa. La sociedad civil resulta entonces un espacio social plural, caracterizado por la organización de ciudadanos, a partir de lógicas de autonomía, solidaridad y representación de identidades específicas. Un espacio para enrumbar demandas colectivas, problemas comunitarios e incidir en lo público. Una sociedad civil fuerte y protagónica es siempre imprescindible para la salud democrática de un país, pues propicia grados de participación importantes y dinámicas de retroalimentación entre la ciudadanía y el gobierno.
Lo “socialcivilista”, como señaló el filósofo John Keane en un foro reciente, describe una diversidad de interacciones personales en redes no gubernamentales, a través de las cuales los ciudadanos transforman sus vidas. También organiza personas y causas en todo el mundo, nucleadas alrededor de la autonomía, impulsándolos hacia un ideal normativo de vivir con dignidad. Las personas integradas en organizaciones y espacios de la sociedad civil recuperan experiencias pasadas, las adaptan a su entorno y generan nuevas identidades, demandas e iniciativas para expandir en el futuro sus sueños de justicia y democracia.
Con sus diversas manifestaciones autónomas, la sociedad civil se convierte en una muralla para el poder estatal en contextos de política autoritaria. Pero también en naciones democráticas, los activismos pueden confrontar la degradación de sus líderes populistas y la inequidad y corrupción generadas por un mercado desregulado.
En el actual contexto pandémico, la resiliencia de la sociedad civil se ha convertido en un tema público pertinente. Desde la irrupción de la COVID-19, la propagación del virus coincidió con la expansion de los estados de emergencia y el control estatales. A la vez, millones de personas se vieron atrapadas por nuevos modos y sentidos de solidaridad, el uso generalizado de los medios digitales y el activismo en red. Las dinámicas excluyentes de los gobiernos limitan la posibilidad de que los ciudadanos —individualmente y organizados dentro de la sociedad civil— levanten su voz frente a las decisiones impopulares de quienes mandan.
El último Informe de la Red Civicus, revela que en todo el mundo buena parte de la población fue confinada, interrumpiendo las protestas masivas que habían sido la marca distintiva de 2019 e inicios de 2020. La labor cotidiana de la sociedad civil se tornó mucho más difícil: muchas actividades cruciales debieron ser suspendidas y muchas comunidades vulnerables, empoderadas o acompañadas, fueron abandonadas. Esto colocó a los acivistas en la situación de seguir intentando movilizar la solidaridad social manteniendo el distanciamiento físico.
A la vez, los derechos fundamentales continuaron bajo asedio: antes de la aparición del coronavirus, el CIVICUS Monitor revelaba que solo el 3% de la población mundial vivía en países donde las libertades cívicas de asociación, reunión pacífica y expresión eran ampliamente respetadas.
No es posible reducir el papel de la sociedad civil a ser un simple contrapeso del Estado. Los derechos cívicos pueden ser suprimidos por el estatista Caribdis y la empresarial Scylla; al tiempo que una institucionalidad democrática y un mercado controlado son aliados para la autorrealización de las personas. Los mercados son fuentes de desigualdad social y dominación de clase; destruyen virtudes y prácticas de la sociedad civil como la civilidad, el reconocimiento mutuo y la igualdad social; por esta razón, necesitan ser corregidos. No sólo a través de nuevas políticas gubernamentales, sino también por los esfuerzos directos de los ciudadanos que trabajan y viven dentro de la sociedad civil.
Al mismo tiempo, en la era actual de ascenso populista y despótico, la sociedad civil se convierte en un objetivo y una barricada para la política autoritaria. El professor Keane toma nota de eso cuando destaca el papel de la sociedad civil, donde la resistencia ciudadana contra el poder arbitrario es común. Una dinámica se siente en Arabia Saudita, China, Cuba, Egipto, Irán, Rusia y otros países, donde de la sociedad civil es hostigada o prohibida abiertamente. Al tiempo, en naciones democráticas como EE. UU., Gran Bretaña, Chile o Argentina, las fuerzas que entienden la sociedad civil como expansión de los derechos, chocan con quienes —desde el funcionariado o grupos radicalizados— usan las instituciones democráticas para vulnerarlos y restringirlos.
La historia nos recuerda que las sociedades civiles pueden ser aniquiladas rápida y fácilmente y que su construcción es un proceso a cámara lenta. Las tendencias a la autocratización, por un lado, y el desencanto, por otro, convergen en diversos casos y grados en la realidad global. Pero sin duda, en el centro de las búsquedas —intelectuales y políticas— por un futuro mejor, postpandémico, estarán las ideas y creaciones diversas de eso que llamamos la sociedad civil.
Lecturas sugeridas por el autor:
Jean Cohen y Andrew Arato, Sociedad civil y teoría política, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
John Keane, Democracia y Sociedad civil, Alianza Universidad, Madrid, 1992.