Una de las utopías más discutidas en torno a la ideología socialista, y que Jean Paul Sartre adopta en su día como un pilar dentro de su existencialismo de raíz marxista, es la del intelectual comprometido. Tomemos esta categoría –pensando, sobre todo, en el valor que le confiere Sartre–, teorizada por varias voces, y rastreemos sus efectos en la conciencia cultural del proyecto socialista cubano.
El compromiso fue, sin lugar a dudas, la doctrina que mayor influencia tuvo en la escena cultural de los años 60. Se convirtió en la sustancia primera, en la génesis de una supuesta verdad histórica que tomaba cuerpo, principalmente, en las izquierdas latinoamericanas. Ahí están, como prueba de ello, los intensos debates que tuvieron lugar entre varios sectores intelectuales en nuestro país: los escarceos al seno del ICAIC y las sucesivas disputas estéticas entre diversos actores de la oficialidad; las posturas manifiestas –a favor o en contra– de escritores como Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Octavio Paz; el viaje que hiciera a La Habana el propio Sartre, junto a su esposa Simone de Beauvoir, y la influencia que tiene a la postre en nuestra conciencia intelectual su pragmática del compromiso; el ensayo programático de Ernesto Guevara, El Socialismo y el hombre en Cuba (1965); las declaraciones anticomunistas hechas, en 1965, por el escritor Guillermo Cabrera Infante al diario Primera Plana; la polémica resonancia del cuaderno Fuera del juego (1967) del poeta Heberto Padilla, el cual leído de manera tendenciosa encontraba su sino –ya desde el título– en la discusión de la pertinencia de una actitud comprometida; por solo tomar, como botón de muestra, algunos casos relativos a nuestro contexto.
En Cuba, particularmente, el compromiso supuso poner el “nosotros” por encima del “yo”, la obligación de articular un discurso afirmativo y consecuente con el cambio revolucionario. Cada producto cultural –ya fuera una obra de arte, una obra literaria, una pieza teatral o una película–, debía erigirse en paradigma moral y ético de la sociedad. La cultura, de esta manera, se interpretaba como un medio y no como una finalidad en sí. Quedaba subordinada a los intereses de un proyecto político que pretendía replicar en la isla, la experiencia acontecida en los países del Este europeo. Comenzaron así, para nosotros, los años de la sovietización.
Con el paso de estas seis décadas, como es evidente, esos ideales se han deformado hasta derivar en el corpus ambiguo que hoy define nuestra política cultural. De modo que aun cuando parece anacrónico, todavía el sistema prosigue insistiendo -aunque empleando otros modos de persuasión- en el compromiso, como resorte esencial de un proceso que se perpetúa en el discurso, amén de su ineficiencia en el orden práctico.
Por su parte, los intelectuales y artistas cubanos parecen hoy más desahogados, insertos en una lógica cultural que no dista mucho en su apariencia del neoliberalismo. Esto se hace más nítido cuando se comprueba que un actor cultural, digamos, un artista, se desenvuelve sin problemas bajo las reglas de la cultura oficial en Cuba, emprende una carrera exenta de conflictos ideológicos o de cualquier tipo, actúa estratégicamente en beneficio de alguna campaña desplegada por el Estado, y de paso, se finge comprometido, mientras lucra sostenidamente en otras latitudes y engrosa un mainstream comercial legitimado en todas partes menos aquí. Esa doble moral es la garante de subsistencia en nuestro ecosistema, es el esmoquin de corcho que les permite a aquellos flotar en estas, y otras aguas, sin caer en contradicciones.
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Ahora, ¿qué implica estar comprometido y qué formas adopta el compromiso en el proceso político cambiante que rige nuestro país? ¿Existen todavía las condiciones de credibilidad y encantamiento ideológico, que en nuestro espacio originó la aparición de una generación comprometida, o de “la esperanza cierta”? ¿El compromiso encuentra hoy una estructura política representativa de los principales intereses sociales?
Estas cuestiones no encuentran una respuesta inmediata, simple, porque tampoco es simple el proceso de constantes reacomodos que ha atravesado nuestra nación. Para entender el compromiso, primero, habría que entender las dislocaciones sociales, los varios matices de una aguda crisis (social, espiritual, ideológica, económica), que se abre paso entre nosotros ya en los tempranos 70 y arrecia con toda su fuerza desde los apocalípticos años 90 hasta la fecha. En medio de esos vaivenes, al centro de toda esa inestabilidad y de las tensiones geopolíticas, se divisa como un náufrago en una barcaza maltrecha el sujeto cubano.
Si tuviéramos que arriesgar alguna definición en torno al compromiso que habita en la conciencia de cada sujeto hoy día, de seguro no estaría vinculada a la vida política del país, ni a la ideología que emana del poder, ni siquiera a alguna alternativa reformista derivada del neosocialismo que aquel preconiza; tampoco se sostendría en esa amalgama de símbolos, inscritos en la Historia de la nación. El compromiso, en cualquier caso, se encontraría en una fe ciega relacionada a la subsistencia. Cualquier otra evocación del mismo, no pasa de ser un simulacro masivo.
En el caso del arte, habría que entender el cambio en las relaciones de producción y consumo que se origina a partir de la misma década en que el país parecía hundirse sin remedio. Se antoja demasiado simbólico eso de que el arte se desahogue, encuentre su fortuna definitiva, en medio de la apoteósica ruina que traen los 90 a la isla. Como si el phatos del mismo apuntara a una trágica condición: su solvencia se produce en detrimento de la vida pública nacional. Apenas una exposición y un coleccionista aparecido casi por voluntad divina, bastaron para insertar el arte cubano en el mapa internacional, y ponerle cifras de apellido a lo que hasta ese momento encarnaba un romanticismo anacrónico: el ideal del arte por el simple placer estético, cuando no por una necesidad social o política.
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Los artistas de aquella época no tendieron del todo a un abandono de la voluntad cuestionadora, como sustenta en algún momento el crítico Osvaldo Sánchez; sino que, con aguzada perspicacia, convirtieron esa operatoria en un código identitario, en la marca registrada de la insularidad y el canibalismo estético que los volvía atractivos en el mercado. Se construyó, a fin de cuentas, un lenguaje localista con influencias universales, amable con la narración posmoderna que sostiene la pérdida de jerarquías y la disolución de un centro específico, capaz de fluir lo mismo en un lienzo que en artefactos de reminiscencia povera.
De esa manera, cuando pisamos el umbral de este siglo, ya encontramos un grupo de artistas cubanos de notable celebridad en otros contextos. Bajo un relato ecuménico, donde parece integrarse sin conflictos la diáspora y el arte local, los contemporáneos y los clásicos se funden en una misma franja. Se desdibujan las diferencias epocales mientras se construye un imaginario posnacional cuya intención, hasta nuestros días, ha sido desmentir la secuela del socialismo real en la estética insular, la exótica idea de una isla en cautiverio político, atrapada en la obsolescencia de una ideología que persiste en representar la realidad bajo estereotipos binarios.
Los artistas cubanos, podemos decir, pasaron a tener una doble identidad: la local, descomprometida y hasta cierto punto alejada de los escarceos que siempre trae la actividad cultural en la isla, y la periférica, dotada de un statement con gancho, casi una ficción mediática seductora a la mirada de coleccionistas, dealers y curadores. He aquí que el discutido compromiso viene a ser ahora, para los artistas, una cuestión individual, una faceta raramente asociada a esa vieja utopía sartreana, todavía rastreable en los 80, pero ya muerta en la nueva época del arte cubano globalizado.
Puestos aquí, podemos desentrañar una causa esencial en torno a esa idea harto repetida por nuestra crítica, cuando apunta al descompromiso como el síntoma que mejor describe la actitud de esta generación. Y es que nuestros críticos han intentado penetrar con más o menos fortuna en la mentalidad de los artistas contemporáneos, en las lógicas que estos postulan dentro de su trabajo; han leído y sistematizado con cierta premura la intencionalidad de ese bastión emergente, imposible de enmarcar en etiquetas, pero cuidándose de admitir una verdad de marras, reducida entre tantos eufemismos paternales: el mercado apareció a curarnos toda esa ingenuidad provinciana, y de intento se convirtió en un poderoso moderador, en la matriz que dicta los caminos del discurso visual en la isla. En otras palabras: fue el mercado quien acabó de enterrar la confianza en la utopía, y en consecuencia, nos trajo de vuelta al mundo contemporáneo, el cual se volvía, de forma definitiva, una autopista de un solo sentido.
El lector, atento al curso temático de estos apuntes, se preguntará con toda razón: ¿Si el tópico del compromiso se ha extraviado con esta generación –o tal vez un poco antes–, entonces, qué le reprocha la crítica a los artistas visuales? Está claro que el compromiso, tal y como se pensó a inicios del proceso revolucionario, ya no tiene ni tendrá lugar en las generaciones más recientes. En principio, una crisis de valores fundamentos atenta contra la reedificación de ese credo ideológico. Luego, esta generación ha tenido a su favor la inusitada oportunidad de la apertura, la experiencia del intercambio y la confrontación directa de los focos artísticos más influyentes, suficiente para poder contrastar su contexto de origen con la realidad externa.
Por otro lado, podría decirse que los críticos que han tildado a esta generación de autista y descomprometida, no son, en modo alguno, los críticos de esta generación. Ese discurso recriminatorio emerge en la voz de una franja crítica constituida por otros principios, partícipe de otras inquietudes y otros derroteros estéticos. Franja esta que ha atestiguado el cambio de época, pero se ha aferrado a vivir en el pasado, sin pretensiones de acoplarse a la mentalidad de los tiempos que corren. No insinúo con esto que le falta razón a esos colegas, que ese veredicto ya universalizado no es más que una falacia bien construida. Sin embargo, me parece sospechoso que ese diagnóstico, al hacerse valer, prescinda (o acaso ignore de plano) de la razón que dispone los intereses inmediatos de tantos artistas. El mercado, sin lugar a dudas, es esa razón.
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Una prueba sencilla, nos daría la noción de hasta qué punto nuestra crítica se desentiende de esa verdad. Preguntémonos, detenidamente, cuántos textos aparecen en nuestras publicaciones oficiales hablando, con un rigor mínimo, sobre mercado de arte. ¿Alguien tiene una idea alrededor de esto? ¿Tal vez una cifra? La duda, sin temor a equívocos, tributa a la nulidad. Nuestra crítica se torna virgen, enmudecida, cuando de ese tema se trata. Entonces, ¿qué sentido tiene seguir girando en torno a un mismo reproche desfasado, cuando la realidad nos impone hablar sin prejuicios sobre un fenómeno inminente como el mercado? ¿Podemos dialogar con propiedad sobre esta generación y el arte que produce, omitiendo su proyección comercial en ferias y otros eventos de corte promocional? ¿Acaso no nos urge ya armar un sustancioso correlato entre calidad estética y éxito comercial? ¿Se puede independizar el rigor conceptual de, por ejemplo, Wilfredo Prieto, de la escandalosa suma pagada en ARCOmadrid por su “Vaso de agua…”? Al menos, en la lógica del arte contemporáneo, no parece algo coherente, funcional. Los artistas, los grandes tótems de la Posmodernidad, son lo que son de acuerdo con su siempre controvertida mitificación en el ruedo mercantil. Ni el viejo y romántico Lawrence Weiner, ni el kamikaze Francis Alÿs, ni el político AiWeiWei, han podido escapar a ese via crucis.
Por otra parte, la ausencia del mercado en nuestro discurso crítico ha originado un terrible desconocimiento, una incultura que se revierte a la postre en una absurda inflación de valores. Lo mismo entre los creadores en ascenso, como entre los ya establecidos, las cifras se evaporan formando una nube negra, un chisme –tan impreciso como cualquier chisme– que engorda o desinfla la expectativa del gremio. Todos parecen disfrutar ese secretismo, el hábito de conjeturar a propósito de tal o más cual artista, de cuánto y a cómo logró vender. Sin embargo, a nadie parece importarle el “a quién”. Los detalles sobre el comprador se vuelven todavía más difusos y veleidosos en los predios del rumor.
Si el arte cubano, a fin de cuentas, ha entrado de golpe por la puerta ancha del mercado, ya no podemos permitirnos ciertos criterios que estigmatizan y convierten en tabú la lógica comercial del arte. Los críticos, debemos tomar parte en la actividad de esta época; tenemos que reactualizar nuestro background teórico, mezclar la lectura pesada con los artículos que reportan el último grito dorado en Sotheby´s, Christies y Phillips. Se impone saltar (o mejor, combinar) de Boris Groys a Don Thompson.
La crítica tiene que abandonar de una vez ese convento teorizante, tiene que transgredir ciertos dogmas que le imponen una conducta, no decir esto o aquello. El discurso crítico debería emular la pegada de ciertos reguetones, imposibles de obviar aun cuando el oído se resiste a su pedantería.