A mi padre, que todavía resiste en pie.
Mi padre está amputado en sus dos pies. No tiene dedos. Debiera usar dos muletas, pero él dice que con una basta. Es muy testarudo. Hace cinco años que está así. Tiene sesenta y seis.
A finales de 1988, vio regresar a Ricardo, uno de sus buenos amigos, de Angola. El hombre jovial y saludable que se marchó, retornaba ahora en un sillón de ruedas. Sin embargo, lucía como lleno de un optimismo raro para su condición desfavorable. Incluso, agradecía la suerte de haber quedado así. Mientras tanto, rememoraba ciertos horrores frente a los cuales su caso parecía insignificante.
“Verdaderos mutilados, los que vi yo allá, en Luanda” –decía. Eso allí metía miedo. Pero había que joderse. No había más opción que joderse.
Escuchando esos testimonios, mi padre se convencía más de por qué no se había presentado, nuevamente, en el Comité Militar. Estuvo una vez, casi un día entero, en un llamado masivo que tenía –según rezaba la citación– otras intenciones. Se hizo un pase de lista interminable, y el nombre de mi padre no figuraba por ninguna parte. Al final de la tarde, se le acercó una oficial con unos papeles en la mano y preguntó cuál era su nombre. Mi padre le dijo, y ella volvió a repasar el listado. ¿Peré, me dijo? Sí, Peré. Y el nombre no estaba. Ni siquiera uno parecido. Mi padre jamás pudo explicarse esto. Tampoco regresó.
Angola se volvió para muchos un infierno obligatorio. Un lugar de connotaciones trágicas, cuyo saldo oscilaba entre la muerte y la locura. En cambio, la televisión cubana se encargaba de decorar todo eso con altas dosis de triunfalismo. Por cada cubano que no regresó, y por aquellos que regresaron mutilados, la Revolución fabricó una consigna, un diploma, una simbólica medalla. Los cubanos que fueron a morir a Angola, y antes, a Etiopía, le dieron otro significado al discurso nacionalista: la patria dejó de ser la tierra, para volverse un espacio relativo a los intereses de la Revolución.
Aquel amigo de mi padre dejó de serlo de un momento a otro. No fue la distancia física, el tiempo que dejaron de verse, lo que deterioró la amistad. En todo caso, se trató de una diferencia ideológica. La ideología los separó.
Cuando Ricardo decidió irse a Angola, según me cuenta el viejo, no dejaba mucho atrás. Su madre tenía setenta y cinco años y había estado sola una vida entera, desde que enviudó a los cincuenta. Ricardo, por su parte, era un tipo inestable. No tenía mujer fija. Ni hijos. Y bebía diariamente.
El hombre carecía de una razón por la cual luchar. Y Angola, literalmente, se volvió esa razón.
“Una semana antes de partir vino a persuadirme para que me fuera con él. Jamás mencionó a Cuba, ni a la Revolución, ni siquiera a Angola. Todo el tiempo habló de nosotros, de cuánto le dolería que no separásemos. Ricardo era un hermano para mí, y me costó trabajo decirle que no, que no me iría, que mi lugar estaba aquí. Él, creo, me entendió, aunque no se quedó conforme. Las cosas estaban claras para mí: era irme a una guerra cuya razón desconocía, a sabrá Dios qué lugares, o quedarme junto a tu madre a criar a tu hermano mayor”.
En junio de 1989, se produce la muerte de esa equivalencia simbólica entre la utopía y la Revolución Cubana. El proceso revierte la imagen impoluta que había bordado durante tres décadas, en un excesivo pragmatismo. Mi padre observa (y lee) consternado las últimas noticias. Narcotráfico, conspiración, abuso de poder y alta traición a la Patria, son los cargos que pesan sobre el General Arnaldo Ochoa Sánchez, el Coronel Antonio de la Guardia Font, el Capitán Jorge Martínez, Amado Bruno Padrón Trujillo, entre otro numeroso grupo implicado. Pero Ochoa y Toni acaparan la mayor atención. Se vuelven el centro de una saga que estremece el país, y señala el fin de una época.
Ochoa es el héroe epónimo, y a la vez, alternativo, que fabrica el discurso de la Revolución. Su prestigio, incluso, llegó a eclipsar entre el pueblo a los viejos comandantes de la Sierra.Toda su vida puede leerse como la concreción de un paradigma (“El Hombre Nuevo”), muy relativo al héroe trágico:
Entra en la columna de Camilo Cienfuegos, sin formación militar, en los últimos meses de 1958. Luego del triunfo, viaja a superarse en las academias militares de Checoslovaquia y la Unión Soviética. Retorna hecho un estratega y cumple misiones de alta seguridad en América Latina. Dirige, a finales de los años setenta, las operaciones del ejército etíope contra el avance de Somalia. Y un poco después se convierte en el héroe indiscutido de Angola. Regresó a Ítaca, finalmente, a recibir honores como ningún otro jefe militar.
La Revolución instrumentó a un monstruo y luego no supo qué hacer con él.
Arnaldo Ochoa fue una suerte de prodigio que en su día imaginó un país prohibido, salido de los viejos moldes ideológicos. Su delito es el delito del fanatismo que instiga el proceso. Su descrédito y su caída en el paredón, significan la muerte de esa narrativa fundacional que se entroniza en la isla después de 1959. Luego de tres décadas, “El Hombre Nuevo” se nos volvió un Frankenstein. Por tanto, la circunstancia obliga a renombrar el arquetipo, lo hace encarnar en un nombre: Fidel Castro.
Así lo define Raúl –palabras más, palabras menos– en un recordado discurso del años 89, ante los principales oficiales de las Fuerzas Armadas: “(…) nuestro símbolo viviente, con sus defectos y virtudes (unos las tenemos más y otros las tenemos menos), se llama Fidel Castro (…)”. No hacía falta ya tener un “Nombre Nuevo” si teníamos a Fidel. “El Hombre Nuevo” es imperfecto y corrupto. Es un delirio de la ideología utópica.
Fidel era imperfecto, pero incorruptible.
Mi padre llegó a pensar que la Revolución se iba a bolina. Era 1990 y el entorno había cambiado notablemente. Ya no podía conseguir los cigarros de siempre, ni comprar la cerveza que a él le gustaba. La inestabilidad comienza ahí: cuando se fuma y se bebe lo que aparece. Por lo demás, la brigada de pintura donde trabajaba se había parado por falta de recursos, y lo mandaron para la casa sin salario, a esperar nuevas indicaciones.
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Llega 1991 y mi madre está embarazada. Ya no hay dudas: el calor y la crisis invaden la isla a la par. Pese a esto, se avecinan los XI Juegos Panamericanos, con sede en La Habana. Y mi padre, que ya consiguió otro trabajo, se prepara para ambos acontecimientos.
Nací el 19 de agosto, de uno de los veranos más caluroso que mi madre recuerde. Un día después de un acontecimiento inaudito: Cuba le arrebató el primer puesto en el medallero panamericano a Estados Unidos. Esto no importa mucho aquí. Lo verdaderamente importante es que mi padre casi no me ve nacer. El hombre se tomó –literalmente– personal aquella victoria, y estuvo tres días sin poder pasar por Maternidad Obrera. Casi tiene que ingresar, él también, por un coma de azúcar que le originó tanta bebida.
“Lo mejor de esos años –me cuenta– fue que naciste tú. No sabía cómo mantenerlos a tu madre y a ti. Cómo poner el plato de comida en la mesa. Esto estaba muy malo. Tu abuela se fue y pensé que iba a ayudarnos en algo. Pero todo siguió igual. Me cayó del cielo aquel cursito de comercio y gastronomía, y ahí mismo me enganché”.
El viejo se hizo carnicero en pleno Periodo Especial. Había más trabajo en un bufete de abogados que en una carnicería. Pero mi padre tenía fe en que todo iba a cambiar de un momento a otro. Los noventa se escaparon y el nuevo milenio trajo otro semblante para el país.
Casi treinta años después mi padre seguía de pie detrás de un mostrador. Apenas superó los sesenta años, y su diabetes se volvió más delicada e implacable. Primero fue un dedo (el meñique del pie derecho); luego otro (el pulgar del pie izquierdo); dos más… Y así, hasta que los perdió todos. He tenido suerte –dice él, y creo que tiene razón.
Hace tres años, alguien vino a avisarle de la muerte de Ricardo. Era casi las cinco de la tarde. La hora que él aprovecha para bañarse. Lo vi quedarse quieto, sin decir una palabra. Levantó la mirada y era un rostro que nunca le había visto. No dijo nada, salvo que lo acompañara al funeral.
He visto pocas imágenes tan tristes, como ese salón donde velaban el cuerpo de Ricardo. Al llegar, las pocas personas que había se nos quedaron mirando. Mi padre no reconocía a nadie. La familia de Ricardo era una duda para él. De pronto, una prima (eso supimos al instante) se puso de pie y se nos acercó. ¿Ustedes, de dónde conocen a mi primo?, preguntó. Y observando a mi padre, reclinado en su muleta, volvió: ¿Estuvo con él en Angola?
Él la miró. Y le respondió con voz amarga que no había estado en Angola. Que conocía a Ricardo desde mucho antes, y también a su madre, Natividad. La mujer volvió a su sillón y comenzó a sollozar. Mi padre y yo también nos sentamos. Había mucho calor en esa sala. Un calor insoportable que traía un vaho infernal.
Los dos o tres gatos que había eran vecinos de Ricardo. Todos alcohólicos. Mi padre me dio un dinero para encargar unas coronas, y acabar con el vacío que reinaba en el féretro de su amigo.
Estuvimos allí sentados hasta medianoche. Y en la mañana asistimos al cementerio. No asomó combatiente alguno. A punto de cerrar la fosa, la prima de Ricardo también despidió una cajita plástica que resguardaba unas medallas.
Ricardo fue a quedarse inválido en Angola. Y mi padre terminó lisiado en Cuba. Ambos llegaron a sentir, de distintas maneras, las cicatrices del proceso. El país les pasó factura por igual.
Mi padre quisiera regresar en el tiempo a 1986. Su decisión, respecto a Angola, sería la misma. Pero jamás permitiría que su amigo se marchara.