Inicio mi columna quincenal para ADN Cuba en un género al que volveré a menudo y por el que mis lectores me reconocen: la reseña de cine. Así doy continuidad a los trabajos de crítica de mi blog N.D.D.V. y a colaboraciones similares para Diario de Cuba, Rialta e Hypermedia, entre otras publicaciones.
Mank, la más reciente película del director David Fincher (Seven, The Social Network…) producida por Netflix International Pictures, se ocupa de un importante pasaje en la vida de Herman J. Mankiewicz, el guionista de Ciudadano Kane, la cinta dirigida por Orson Welles en 1940 y considerada por muchos la obra maestra de la cinematografía mundial.
La autoría del guion, y si fue escrito por Mankiewicz en colaboración con Welles o por Mankiewicz únicamente, había sido objeto de disputas incluso antes de su realización. La película de David Fincher sobre el episodio clave de la vida de Mank está basada en un libreto largamente engavetado del padre del director, Jack Fincher.
Herman J. Mankiewicz fue un judío dipsómano, fumador y fullero, además de extraordinario guionista, que colaboró en varias de las más grandes producciones de Hollywood. Considerado el “Voltaire de Sunset Boulevard” por su agudeza y facilidad para el epigrama, a él debemos la brillante idea de situar en Kansas el origen de Dorothy, consiguiendo así que El mago de Oz pusiera los pies en la tierra. Su huella es evidente en docenas de películas de la época dorada hollywoodense.
El filme de David y Jack Fincher fluctúa entre dos personalidades y otros tantos momentos de la historia californiana. Los personajes son, de un lado, el novelista Upton Sinclair, y del otro, el magnate de la prensa, William Randolph Hearst; las épocas, 1934, cuando el demócrata Sinclair lanza su rimbombante campaña electoral por la gobernación del estado de California, y 1940, el año que Mank se pasó escribiendo Ciudadano Kane, un personaje ficticio basado en el genio y la figura de su amigo y adepto, el millonario Hearst.
Los flashbacks a 1934 permiten al espectador moderno formarse una idea de las convicciones políticas de Mankiewicz, al tiempo que es informado sobre el conflicto de demócratas y republicanos en una época previa. El demócrata Sinclair es automáticamente tildado de socialista, mientras que el oligarca cae bajo sospecha de confabulación con la canalla antisindicalista. Como los malos de la película presentan a judíos de la industria del entretenimiento, empeñados en negar el último ápice de dignidad y regatear el último dólar a sus antagonistas. Son culpables de comisión por omisión: Upton Sinclair está condenado al fracaso desde el principio.
¿Qué omiten? Sinclair, el autor de más de cien libros de temática social, repletos de imputaciones a la gran empresa capitalista, ya se tratase de la prensa amarilla, el petróleo o la industria del procesamiento de carne, es el socialista de reparto que sirve a Netflix y a David Fincher para exonerar al progresismo corriente de la acusación de bolchevismo.
En uno de sus famosos momentos de grandilocuencia, Mank explica, durante otro convite en el castillo de Hearst, la diferencia entre un socialista y un comunista. El socialismo, según el nuevo antihéroe hollywoodense, “distribuye la riqueza”, mientras que el comunismo “reparte la miseria”. Quienes hacen campaña contra Upton Sinclair, omiten esa importante, si bien artificiosa, distinción. Pero Mank, el ventrílocuo del Departamento de Orientación Revolucionaria de Netflix, se dirige al electorado del 2020.
Louis B. Mayer e Irving Thalberg, los capos de MGM, y el omnipotente Hearst, confabulados en la ofensiva republicana para denigrar a Sinclair, avivan la histeria anticomunista con sus anuncios políticos pagados. El pago de los anuncios se extrae de las colectas entre guionistas y productores, en las que Mank, el objetor de conciencia, se niega a participar. En comparación, el discurso incendiario de Sinclair a las puertas de los estudios, encaramado en una caja de madera, nos resulta razonable. El socialismo no ganará elecciones, pero conquista siempre el corazón del público.
Para entonces, medio Hollywood se ha enterado de que Mank trabaja en el proyecto de biografía de Hearst, y ya no es un secreto entre la gente de la industria que “Rosebud” (capullo de rosa), la famosa clave que abre y cierra Ciudadano Kane, es la contraseña con que William Randolph se refiere en privado al clítoris de su amante, la actriz Marion Davis.
Entonces llega la noche de las elecciones y Upton Sinclair es derrotado por el candidato republicano Frank Merriam. Un elefante esculpido en hielo pierde la forma encima de una mesa de banquete que ostenta las siglas del GOP, mientras Thalberg y Mayer descorchan botellas y entonan la ridícula God Bless America. Cualquier semejanza con la actualidad es descaradamente accidental.
Orson Welles aparece demasiado tarde y demasiado resuelto a comprarle a Mank su crédito de autoría. Le ofrece diez mil dólares por su silencio y, al ser rechazado, lanza un par de jarrones contra las paredes, en un arranque de cólera que irá a parar a la célebre escena de la destrucción de Xanadú. El premio Oscar al mejor guion del año 1941 recae en Mankiewicz y Welles, aunque el nombre del segundo queda ahogado por los atronadores aplausos y gritos: “¡Mank, Mank!”.
La película de Fincher es manida y manipuladora, empañada por el revisionismo histórico y empeñada en darle un último puntillazo a quienes todavía dudaran que en los últimos cuatro años fuimos gobernados por una suerte de Ciudadano Trump.
Gary Oldman dobla en edad y en prosopopeya al Herman Mankiewicz que escribió el libreto, y de Upton Sinclair queda, paradójicamente, una frase brutal que sirve de sayón al mismo Hollywood inconsecuente y comunistoide que trata de usarlo para sus cuestiones: “Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no entienda”.