De aquellas glorias a estos polvos

El palacete Marta Abreu yace en un rincón de Cienfuegos esperando el fin de los tiempos, entre herbazales y la expectación de una comunidad que asiste impotente al fin de un monumento arquitectónico.
Las plantas colonizan el palacete de los Abreu, Foto/Delvis Toledo De la Cruz
 

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El palacete Marta Abreu yace en un rincón de Cienfuegos esperando a que el tiempo y la desidia terminen de agrietar sus paredes, desconchar los remanentes de pintura y convertirlo en ruinas, si es que ruinas no son ya su atalaya y su torre.

Rodeado de platanares y yerbajos de un color verde musgoso que se pega a las paredes como costra, se puede ver todavía luciendo un recuerdo de su gloria a la casa de la patriota Marta Abreu, quien heredó en 1890 el ingenio San Francisco, cuyas buenas zafras a inicios del siglo XX financiaron su construcción.  

Tendría aspecto de casa embrujada si no fuera porque la luz del amanecer lo toca de frente, liberando las estancias oscuras de humedades y alimañas, las únicas cosas vivientes que frecuentan la mansión hoy día. Una señora de nombre y origen desconocido venía por el lugar, pero ya no se sabe de ella, comentó un chiquillo al diario local 5 de septiembre.  

Marta Abreu mandó levantar la arquitectura de estilo neoclásico cuando ya nadie en este mundo, y menos los patricios cubanos, tan dados a imitar lo propio de Europa, elevaba celosías y arquitrabes siguiendo las líneas sobrias y funcionales de griegos y romanos. La vanguardia principiaba en el Viejo Mundo con sus barroquismos y rebeliones estéticas, sus dibujos enrevesados y materiales exóticos, en abierto desprecio por lo sencillo. Pero a Cuba todavía no llegaban esos vientos; faltaba poco, eso sí.

Los Abreu de Estévez eran gente muy rica desde inicios del siglo XIX. Pertenecían a eso que el historiador Moreno Fraginals llamó la “sacarocracia”. Habían amasado una fortuna echa con mieles de azúcar y sudor de esclavos, pero se los conocía por su generosidad y patriotismo.

No hay registro de rebeliones en sus ingenios pues, al parecer, trataban a los negros con más humanidad que otros de su clase. Tampoco dudaron en unirse a las guerras de independencia. La propia Marta financió tres expediciones durante la Guerra Necesaria (1895-1898). Por si fuera poco, edificó teatros, escuelas y calles en la provincia de Las Villas, todo a costa de su fortuna. El último de aquellos desprendimientos la llevó a donar 5000 sacos de azúcar al acilo de Cienfuegos después de su muerte, dejando indicaciones al efecto en su testamento de 1909.  

La historia de Cuba, tan dada a la amnesia, olvidó olvidar a Marta Abreu, a quien no ha tocado la suerte de un Estrada Palma o un Narciso López, hombres que se equivocaron, pero cuyo sacrificio debería merecer más atención y respeto. Marta no tiene estatuas; una fábrica y la Universidad Central llevan su nombre. Son formas peculiares en que los pueblos honran a ciertas personalidad, formas un tanto cursis que salvan a todos de pensar seriamente en el pasado y hacer como que se sabe y se respeta el legado de quienes nos antecedieron.

Pero al menos Marta Abreu, burguesa y filántropa, ricachona de abolengo, se coló en el santoral de la Revolución Cubana, aunque ocupe, como San Judas Tadeo, un puesto menor. De su recuerdo queda un murmullo que se apaga, como el palacete donde vivió, poco a poco consumido por los matorrales y el olvido.  

 

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