En el Guantánamo de los años ochenta conocí una mujer que hizo una exitosa carrera como funcionaria de la industria alimentaria, y ante las quejas de los “desafectos” de la llamada Revolución, por la escasez imperante, gustaba decir: “El hombre no vive para comer. Come para vivir”.
Era su frase predilecta y la atribuía a Lenin. Su vecino Papucho cada vez que la escuchaba decía: “¡Qué ignorancia, Dios mío!”
Papucho era de una familia de testigos de Jehová. De joven estuvo recluido en una granja de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado para los excluidos del país que pretendía construir el castrismo. Algunos murieron en esos campamentos o regresaron a sus casas desquiciados. Otros, como Papucho, se reinsertaron a la sociedad, pero sin olvidar nunca la otra cara del “socialismo” que conocieron. Él fue calificado de desafecto no solo por testigo de Jehová, también porque leía mucho y se expresaba como un intelectual.
“De niño me había leído todos los libros de religión y también novelas de ficción y las enciclopedias de literatura y pintura. Quería escribir. En el Salón del Reino era el vigía. Me situaba en la entraba del pasillo y cuando llegaba la policía en sus redadas corría a avisarles a los demás testigos para que salieran por la puerta de atrás, pero un día nos cogieron y a los hombres nos mandaron para Camagüey. El infierno…”
La vecina “integrada” siempre que escuchaba la historia de Papucho disentía de su veracidad. No creía que en “su revolución” hubiera existido una cosa así. ¿Campo de concentración? No, nunca.
Ella era un cuadro joven de una empresa municipal de alimentos, y con solo veinte años ostentaba la doble militancia de la UJC y el Partido. Su recta carrera comunista la llevaría rápidamente al ministerio en La Habana, donde fue jefa de la distribución nacional por muchos años. Controlaba el inventario, calculaba y decidía la cuota que le tocaba de comida en el mes a cada quién y cuándo.
Pero en aquellos tiempos la muchacha era una simple inspectora de calidad en una empresa municipal guantanamera, y cuando escuchaba reflexionar a su vecino sobre la escasez de alimentos soltaba: “El hombre no vive para comer, come para vivir”.
Eran los años 80. Las tiendas cubanas estaban más abastecidas y el intercambio comercial con el campo socialista hacía algo llevadera la vida en el globo que era Cuba y su idea de construir el socialismo. Cualquiera que pasaba por la calle y escuchaba la frase de Lenin, de boca de una muchacha de la generación del “hombre nuevo”, podía decir que era así.
Pero en este 2021 la gente en Cuba no tiene otro propósito de vida que comer. Joaquín Bustamante, pescador y buzo de Jaimanitas, padre de tres niños, asegura en la cola del pollo que no hay otro objetivo en la vida hoy para los cubanos que buscar comida.
“No es solo el hecho físico de comer”, dice Joaquin, “es el tiempo y la intensidad que hay que imprimirle a eso: buscar comida. En estos momentos en Cuba pensamos en la comida, soñamos con la comida, vivimos para la comida. No hay otro proyecto de vida que no sea eso: la comida”.
Y continúa: “Ahora con la pandemia no se puede pasear, pero, aunque pudieras, ¿adónde ir? Todos los precios se han disparado y no puedes excederte en lujos porque el dinero que tienes es para comida. No puedes viajar a ver a tu familia. Esa vieja tradición del habanero de pasarse las vacaciones en Oriente con su familia, o viceversa, se acabó, porque serías una carga, varias bocas más que llenar”.
El pescador Joaquín está con los brazos cruzados parado en la cola del pollo y dice que ha dedicado todo el día a eso, a esperar. Ha estado en tres colas a la vez: la de la panadería, la de la bodega y la del pollo, la principal porque sería la comida del día. Marcó desde las nueve de la mañana y ya es mediodía.
“La gente se está matando todo el día por comer”, dice Joaquín, “pero yo me pregunto: ¿comer qué? Me paso todo el día en la calle buscando alimentos para mi familia, pero siento que es una tarea imposible”.
“Fíjate lo que traigo en la jaba: Una barra de maní molido casero que me costó cuarenta pesos, un paquete de galletas de sal de cien pesos, una bolsa de panes, treinta pesos, y chicharrones de viento a quince pesos por tres son cuarenta y cinco pesos. Esa es la comida del día junto al plato fuerte: el pollo, y gracias que me quedaba en la bodega una cuota de arroz”.
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Al lado de la carnicería estatal y su cola, está el puesto de la carne privado. No hay puerco desde hace días y el Gordo, dueño del kiosco, solo oferta jamón, a cien pesos la libra, y carne ahumada a ciento diez. Sabe que es un abuso, pero se encoge de hombros y dice: “¿Qué voy a hacer? Así está la vida”.
Junto a Joaquín en la cola está Papo, que trabaja desde enero en la brigada de fumigación del policlínico. Aunque les subieron el salario a 3000 pesos cubanos dice estar alarmado por lo poco que le queda.
“De lo que cobré en enero mandé 500 pesos a mi mamá que vive en Bayate y está enferma. Ya de los 3000 me habían descontado mil pesos del adelanto del mes de diciembre. Cuando regresé de sacar la canasta básica de la bodega y pasé por la carretilla de Tito, me quedé en cuero”.
Papo continúa sacando la nefasta cuenta: “Ahora, con el pollo a treinta y cinco ésos por persona, la cuota de mi casa se monta en ciento diez, más los cuatro pesos diarios de pan, más la mordida de la corriente eléctrica y el gas… me voy a tener que ahorcar”.
“Gracias que hoy llegó el pollo”, se consuela, “¿pero mañana qué? Será como todos los días: levantarse y salir a buscar el sueño de la noche y el día de los cubanos: la comida”.