El grupo de refugiados cubanos que se encontraban acampando en un terreno baldío en Warrenville, Trinidad y Tobago, "desapareció" del área según reportó esta semana el diario Daily Express del país caribeño.
Sólo una de las cubanas, Dilaila Ríos, ha quedado en el lugar, y se está hospedando con Rosa Mohammed, una tendera que vive junto campamento abandonado.
Los demás utilizaron el dinero recibido como ayuda humanitaria (4000 dólares trinitenses, que quivalen a unos 590 USD) para rentarse en mejores condiciones, dijo Yaquelin Vera Morfa, una de las pocas cubanas que ha logrado la categoría de Refugiada Política.
Semanas atrás reporteros de ADN CUBA visitaron el terreno y conversaron con los cubanos.
De los doscientos y tantos que llegaron a ser, apenas quedaban nueve. Y su travesía había sido la del burocratismo entre la ONG Living Water Community, la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Puerto España, la ayuda que les envían desde los Estados Unidos y el mismo gobierno trinitario.
La embajada cubana, que se supone represente a sus ciudadanos, se dedica a presionar para que sus vidas sean más miserables de lo que ya son, según los testimonios.
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Vera Morfa y su familia habían alcanzado el status de refugiados que otorga la ACNUR, lo cual marcó la diferencia en algún momento. El resto llevaba entre 3 y 4 años en la categoría de solicitantes.
No obstante, ninguna de esas categorías les sirve demasiado en un país que “no nos quiere, pero tampoco nos suelta”, dice Vera Morfa porque el “reasentamiento no nos llega”, y según sus propias gestiones, han descubierto que son varios los países que pudieran aceptarlos, entre ellos Canadá y Costa Rica.
El burocratismo los llevó a vivir por un tiempo en un almacén donde la desidia les ganó.
“Solo nos podíamos quedar los que teníamos categoría de refugiados”, recuerda Vera Morfa, y Leamsys Casabona Gónzalez, otro de los entrevistados completa la idea: “el resto tuvimos que salir para la calle”, y enseña las imágenes de un grupo de cubanos atravesando un camino sin asfaltar, llegando a lo que sería su próximo hogar en el platanal de Rosa, una trinitaria que los ayudó con lo que tenía.
“En el platanal estamos vivos”, dice Dilaila Ríos Ricardo, una rastafari que llegó a Trinidad con una idea romántica, pero que después de ser indocumentada, sin permiso de trabajo, de dormir en un barracón compartido con más de sesenta personas, descubrió que el romanticismo a veces conduce al mismo infierno, y que su paraíso no queda solo al norte del continente americano sino en “dondequiera que nos permitan poder vivir como personas”.