Sé que algunos no pasarán del título y otros no llegarán al final de esta columna. Pero en conciencia, creí que debía escribirla en este momento en que la Iglesia se hace aún más presente en medio de nuestro pueblo.
En Cuba son cada vez más los signos que demuestran que la crisis acumulada va entrando en una etapa límite imposible de sostener sin aumentar los gravísimos daños para la inmensa mayoría de los cubanos. En esta etapa crítica que parece encaminarse al incremento de la violencia; en la que vemos el crecimiento exponencial de la represión por cualquier motivo, las Iglesias en general, pero me referiré en esta ocasión a la Iglesia Católica en Cuba, hacen más visible su misión de acompañamiento, mediación, educación y sanación al servicio de todo el pueblo cubano sin excepción.
Es de reconocer y agradecer los gestos de compromiso y cercanía que obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos han tenido en casos de crisis e injusticias acaecidas en Cuba e incrementadas últimamente. Oro por esos pastores y fieles que, en número creciente, testimonian la misión de la Iglesia.
Hablo como laico comprometido de la Iglesia, no en nombre de toda ella, pero sí como miembro e hijo de ella y como cubano que ha optado por permanecer en la Isla intentando servir a la Iglesia y a la Patria en lo que necesiten y pueda. Todo lo que pienso, siento y puedo hacer, lo hago por mi fe en Cristo, por mi amor a su Iglesia y a la nación donde nací y vivo.
La misma Iglesia me ha enseñado a lo largo de toda mi vida que la fe cristiana es una semilla y que mi misión como Iglesia es sembrar, cultivar, crecer y dar frutos allí donde vivimos. La fe cristiana no es solo un sentimiento, ni el cumplimiento de una serie de ritos y oraciones sin inserción ni compromiso con la vida pública. El pietismo es una de las enfermedades de las religiones: atrinchera en la privacidad, se cubre con múltiples y oportunas máscaras, se acomoda sin comprometerse e intenta vivir sin arriesgarse. El Padre Varela ya lo denunciaba en sus Cartas a Elpidio.
Esa fe por cuenta propia e intimista no quiere buscarse problemas, busca una paz de los sepulcros, se anestesia del dolor ajeno. Ese tipo de fe privatizada se convierte en opio del pueblo y sedación de las personas. Es un eficaz mecanismo de alienación. Convierte la fe del amor al prójimo en una fe de enajenación del prójimo. Trastorna la fe del crucificado en una fe del acomodado. Compra analgésicos para no entregar su corazón. Buscando la paz construye un escondite. Todos hemos sido tentados, y todos alguna vez hemos caído en esa adaptación pasiva de una fe con miedo al cambio y a la pérdida “de lo que hemos logrado”.
Nos mentimos a nosotros mismos creyendo que el Reino de Dios en esta tierra se construye con nuestros cálculos y estrategias. Convendría que todos los cristianos en Cuba nos preguntáramos si “lo que hemos alcanzado”, aquí y hasta aquí, ¿es para edificación del Reino de Dios o es “ganancia humana” y estrategia “tejas abajo”? ¿Acaso hemos olvidado que hace 60 años por ser fieles al Evangelio parecía que “perdíamos” todo lo que habían alcanzado los pastores y fieles en todos los siglos anteriores? ¿Olvidamos que hace 60 años cerraron los colegios, se prohibieron las hoy tan añoradas procesiones externas olvidando la procesión que los cubanos llevamos dentro, confiscaron templos, fusilaron cristianos, persiguieron a los creyentes, los metieron en campos de concentración y quedaron las iglesias vacías e, incluso, desde dentro de la misma Iglesia, un eminente canónigo extranjero pronosticó que malamente la Iglesia en Cuba podría sobrevivir con aquellos que llamó “carcamales”?
Parecía que lo habíamos perdido todo, pero ahora anhelamos con nostalgia aquellos tiempos de refundación, siembra, pequeñas comunidades, autenticidad y coherencia, donde todos nos conocíamos y cuidábamos. Ahora condecoramos a aquellas viejitas que permanecieron fieles en medio de la tormenta, y hoy tienen aquí el reconocimiento de la Iglesia pero más importante “sus nombres están escritos en el Libro de la Vida y en el Corazón de Jesús por haberlo “perdido” todo. Esa es la paradoja de la fe de Cristo: “El que pierda la vida la ganará, pero el que gane su vida en este mundo, la perderá para la vida eterna” (Mateo 16,25) pero esta parte de la Biblia parece que era para aquellos tiempos o para después que pase todo. Y se nos olvida también la otra parte de esta enseñanza de Jesús: “¿de qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, pero en el empeño perdiere su alma? (Mateo 16,26).
A veces negamos la esencia de la fe que es el don de un Padre que se ocupa y se preocupa por sus hijos. Enmascaramos a un Dios que pudiendo “quedarse” en una eternidad inmutable y alejadísima de los avatares de la historia, optó por enviarnos a su propio hijo para que se hiciera hombre, uno como nosotros, menos en el pecado, y compartiera la vida cotidiana de su pueblo, de su familia, de la persecución, la amenaza de muerte, el exilio, la difamación, la burla, la violencia y la muerte de los delincuentes; sí, porque también a Jesús de Nazaret le inventaron una causa común, lo hicieron cabecilla de supuestas conspiraciones contra el César, pero al final, lo crucificaron por ser el Hijo de Dios y ser fiel a la Voluntad de su Padre.
Parecía que Jesús había “perdido” todo lo que había alcanzado en su misión, solo, traicionado, perseguido, angustiado, difamado, azotado, burlado, cayendo y levantándose, pasando por el martirio cotidiano en camino a la entrega final. En cierto sentido Cuba, quiero decir la vida cotidiana de los cubanos, y formando parte de ellos de muchos cristianos, se parece más a esa historia que a la vida de los que estamos prisioneros de cálculos, estrategias, calados hasta los huesos de mundanidad (esa parte del mundo que nos pudre, nos adormece o nos mimetiza camaleónicamente, no me refiero al mundo precioso donde construimos una casa común abierta, humana y solidaria). Y aclaro, me refiero en primer lugar a mí, a laicos cristianos, a pastores y consagrados, que formamos la Iglesia, que intentamos serlo, que estamos apuntados en el discipulado de Jesús, pero que, a veces, nos parecemos más a la improvisación del maestro emergente o del alumno finalista, nos parecemos más al facilismo y a “la enseñanza a distancia” de las actuales escuelas cubanas que a la escuela del Crucificado y Resucitado que “perdió todo” para ganar a todos.
Misión sacerdotal, profética y servicial
La Iglesia misma me ha enseñado que la misión de la Iglesia es la misión de Jesucristo: Vivir con el pueblo, entregarse al pueblo, “escuchar el clamor de su pueblo”, proclamar la primacía de la vida, la libertad, la dignidad y la justicia, pero sobre todo, del Amor. Todos lo sabemos, pero nos cuesta discernir rápido y bien, en cada momento, lo que haría Jesús de Nazaret en estas circunstancias. Y lo sabemos: iría donde el herido, el echado a la marginalidad de la cuneta como aquel que recogió y curó el Buen Samaritano. Jesús defendería al perseguido, al difamado, al fusilado mediáticamente sin respeto y sin ley.
La Iglesia misma me ha enseñado que la misión de la Iglesia, que repito somos toda la comunidad de creyentes, es pensar como Jesús pensó, hablar como Jesús habló, sentir como Jesús sintió: con su pueblo. Y discernir como Jesús escudriñó siempre la voluntad de su Padre Dios y no la voluntad del César, ni de Herodes, ni del Sanedrín.
La Iglesia misma me ha enseñado que la misión de la Iglesia no es la misma de la prensa, ni de los partidos de oposición, ni la de los funcionarios de cualquier tipo. La misión de la Iglesia no es la de los poderosos, ni la de los acomodados que tienen miedo “a perder en un día lo que tanto nos ha costado en décadas”. Este cálculo es de la mundanidad, ese virus que se contagia, que viene de fuera del corazón de Cristo. La mundanidad que se nos ha colado es ese virus que muta, que se adapta a nuestras comunidades, pero que, en mi pobre opinión personal, es hoy por hoy la pandemia de la Iglesia. Por falta de una conversión profunda, por falta de un catecumenado largo y a la raíz, por falta de un discernimiento en nuestras comunidades para que no usemos los mismos métodos, rumores, desprestigios y estrategias que usa el mundo (siempre me refiero a la parte dañada de este lugar de salvación donde “estamos” pero de donde “no somos” en el sentido trascendente).
La Iglesia misma me ha enseñado que su misión es la de Cristo sacerdote, profeta y servidor. Somos, por tanto, Iglesia en la fidelidad a ese sacerdocio común de todos los fieles que vivió Jesús, que ofrece su vida, obras y trabajos por la construcción de un Reino de amor, libertad, justicia y paz. Ofrecer para redimir. Ofrecer para salvar a todos. Ofrecer para transformar este mundo, para transformar a Cuba. Ofrecer para transformar de verdad, no de arriba para abajo sino en la esencia, la verdad y las estructuras. Los pastores de la Iglesia ofrecen ministerialmente con su pueblo, por su pueblo y en su pueblo. Ofrecer es una forma de amar. Ofrecer en nombre y por el pueblo es una forma eminente de amar. Y eso es parte de la misión de la Iglesia.
Somos, por tanto, Iglesia en la fidelidad a ese profetismo de todos los discípulos de Cristo, profeta de la Buena Noticia que es una “gran alegría para todo el pueblo”. Y cómo decían nuestros Obispos en su mensaje de Navidad, esas alegrías tienen nombre y apellidos concretos y urgentes. La misión profética de todos los cristianos es anunciar, proponer salidas, soluciones a nuestros problemas, ser parte de la resolución de los conflictos. Lo primero del profetismo es compartir la visión del Reino, es otear el horizonte, es prever, adelantarse, pensar y proponer a nivel de familia, de barrio, a nivel de comunidades y de Iglesia a nivel de país, para toda la nación que somos todos los que vivimos en la Isla y en la Diáspora. También es la misión de denunciar las injusticias, los atropellos, las ilegalidades, vengan de donde vengan, y rechazar todo tipo de violencia sea ideológica, de género, familiar, social, estatal, policial, mediática. Toda violencia empobrece y degrada al pueblo. La única alternativa de la violencia es la educación respetuosa y dialogante. El profetismo es una forma de amar. Anunciar y prever el futuro mejor es una forma eminente de amar. Y eso es parte de la misión de la Iglesia.
Somos, por tanto, Iglesia en fidelidad a ese servicio universal que es la señal de los cristianos. La Iglesia, que somos toda la comunidad, estamos para servir a todos. No solo a los amigos, a los fieles, a los de dentro, a los que se acercan. Somos y debemos ser servidores de los que cargan su cruz, de los que sufren la injusticia, de los que están difamados y discriminados. De los supuestos delincuentes y de los delincuentes de verdad. Nuestro fundador vino a sanar a los enfermos no a crear una secta de sanos o aparentemente sanos. No formó una sacristía de bien vistos y políticamente aceptados, sino una comunidad abierta y al servicio de todos.
A veces entendemos el servicio de la Iglesia cuando reparte lo material: comida, medicamentos, techo, sábanas, y el servicio de ladrillo y cemento para construir locales para la Iglesia. En eso no tenemos dudas, es más, a veces dejamos otras cosas para garantizar eso. Pareciera que el materialismo se nos ha colado. Pero no entendemos o vemos como “peligroso y comprometedor” los otros servicios, los espirituales: iniciativas de formación, si es bíblica bien, pero si es de Doctrina Social, mejor tener cuidado. Atención religiosa a los presos y perseguidos, defensa de los que sufren la injusticia, palabra de aliento y acompañamiento efectivo y afectivo al que es mal visto, anuncio del Reino que debemos construir aquí. La Iglesia no está para servir a unos y a otros no. No está para servirse a sí misma, ni al poder o el tener. ¿Por qué nos extrañamos que la Iglesia vaya a visitar a un disidente, acompañe a sus laicos que se meten en política, apoye a los religiosos que sirven en los medios de comunicación y un centro de formación o estudio prospectivo?
Un servicio de la Iglesia, urgente y necesario, es el servicio de mediación, de ser un garante del diálogo nacional, de promover el respeto de los diferentes y de ser testigo de un proceso de transición hacia la democracia con paz, orden y seguridad para todos. Y, llegado el momento, la Iglesia tiene el sagrado deber de cuidar una salida honorable para todos, una justicia imparcial y misericordiosa para todos y ser promotora de un largo y cuidadoso proceso de reconciliación entre todos los cubanos, para que después de unos años no se desentierren las hachas y los muertos del pasado. No se puede esperar del servicio de la Iglesia que se ponga del lado de la revancha, la venganza, la exclusión de algunos. La justicia no está reñida con la misericordia. Una sigue a la otra. El servicio a todos es una forma de amar. Servir en lo material y en lo espiritual es una forma eminente de amar. Pero la forma superior y preeminente de la misión de la Iglesia es perdonar, perdonar a los amigos y a los enemigos. Perdonar para rescatar al mismo tiempo a la víctima y al victimario. Perdonar para salvar a Cuba de la violencia y de la muerte. Perdonar porque sobre el odio y el rencor, sobre la venganza y la violencia no se puede construir el futuro de Cuba. Perdonar es amar al inocente y al culpable, no consentir la culpa ni manchar la inocencia. Perdonar es el camino de la paz y la esperanza.
Por último, me gustaría decir, que he aprendido de la misma Iglesia: que sus métodos, su lenguaje, sus tiempos y sus medios, no se parecen ni pueden ser asimilables a los de otros servicios y grupos de la sociedad igualmente legítimos. Sería una tontería mía, una peligrosa soberbia, obviar, negar, o impedir, la específica y competente misión de la Iglesia en la etapa terminal de un tiempo y la reconstrucción de Cuba. Creo que sería también un error que perjudicaría a tirios y troyanos.
Confianza, compromiso y fidelidad
Yo confío en la milenaria experiencia de la Iglesia, en sus herramientas propias y diferentes y en el poder del Espíritu para servir y de la prudencia para discernir. La confianza es un compromiso. El compromiso es entrega. Y la entrega es fidelidad. Por ello, termino profesando mi amor entrañable a Cristo y a su Iglesia. Ese amor a la Iglesia no es idílico, ni temporal, ni veleidoso, ni teórico, es amor confiado, comprometido, entregado y fiel hasta la muerte. Ese amor a la Iglesia es a esta Iglesia. Que a veces duele y más veces fortalece, que a veces va lenta y otras veces, como ahora mismo, sale al encuentro del que sufre la insania. Pero, a pesar de todo, amo a la Iglesia que me engendró, que me crió, me educó, la que puso en mis manos de laico, la Palabra de Dios y la Eucaristía del Hijo de Dios. Es el amor a la Iglesia que me expandió el amor a mi familia y que me dio una familia mayor, en la que me regaló a la más pequeña y tierna, dulce y fuerte de las madres, la madre Cachita del Cobre, la mambisa del Amor no del machete, la que trae en una mano la cruz y en la otra al que venció en la Cruz: Jesús. Es amor a la Iglesia que me dio las herramientas de la formación, la piedad, y una espiritualidad, recia y tierna, que me hace vivir, permanecer y trabajar sin resuello aquí en mi Cuba querida y sufriente. A la Iglesia me debo, a ella sirvo y en su seno quiero morir.
Estoy seguro y doy fe que, cuando ya ninguno de nosotros esté aquí, cuando toda la noche terrible haya pasado, cuando esta etapa de 60 años sea solo un dato en los libros de historia… allí al amanecer, junto al sepulcro vacío y caminando con su Señor Resucitado, estará la Iglesia en Cuba, y estará aquí, encarnada, fiel, sirviente, orante, profética, sin saña, animando, mediando, perdonando, acompañando.
Pido a Dios que así sea. Y trabajo para que así sea.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
*Originalmente publicado en Convivencia.