Encerrado en esta cuarentena de horizonte interminable, suelo hablar con los muertos. No se trata de nostalgia por los parientes y amigos perdidos. Tampoco de algún preparativo —si tal cosa fuese posible— para afrontar uno de los destinos probables que nos depara la pandemia. Sucede que esos muertos, lúcidos e incómodos, habitan nuestra biblioteca, merodean por la casa. Susurran en mi oído, ante la estupidez imperante, las mejores interpretaciones de la jornada.
Uno de mis compañeros de confinamiento y resistencia es el historiador Tony Judt, a quien este 6 de agosto recordamos a diez años de su partida. Un hombre a contracorriente, como lo definió la escritora Jeniffer Homans, su viuda. Alguien que supo vivir y testimoniar el tránsito de Occidente desde la era de esperanza abierta en 1989 a la oleada de violencia y confusión desencandenada tras 2001. Un defensor de la mejor condición cosmopolita, emigrado y políglota él mismo, sanamente obsesionado por el lugar de la historia y la memoria para la vida de cualquier individuo, para el destino de cada nación.
Varias son las problemáticas recurrentes de Judt, que vale la pena recuperar hoy. El lugar de las ideologías —en particular las totalitarias— en el siglo XX, el rol público de los intelectuales, la posibilidad de políticas incluyentes sustentadas en un Estado de Bienestar y los imperativos de la geopolítica global. Todos y cada uno ameritaría un ensayo reinterpretativo —que creo escribiré, si la pandemia lo permite. Pero los lectores de ADN podrían sentirse motivados tan solo con repasar algunas de sus ideas.
Un filón extraordinario lo constituye la comprensión sobre aquello que George Kennan —otro grande— llamó “las fuentes de la conducta soviética”. Lo que no significa otra cosa que comprender el modo con el que los dirigentes comunistas desarrollaban su agenda política. Al revisar los ensayos de Judt sobre la Guerra Fría, salta a la luz la incapacidad de los líderes —y, en buena medida, la intelectualidad y sociedades de naciones democráticas— para tener una comprensión clara de los usos y costumbres del estalinismo. Al respecto, citando a Kennan, Judt nos recuerda que “nuestros líderes no tenian ni idea, y probablamente hubieran sido incapaces de imaginar lo que una ocupación sovietica, apoyada por la policía secreta, significó para los pueblos sometidos a ella”.
Dicha incapacidad adquirió status de corriente historiográfica en buena parte de la intelectualidad occidental, lo que llevó al historiador a recordar que “la búsqueda revisionista de la evidencia culpable de Occidente estuvo a veces asociada en los círculos académicos con una cultivada aversión a la idea de que en la construcción de la historia la inteligencia importaba, de que los espías afectaban profundamente el curso de los acontecimientos”. La experiencia centenaria de regímenes donde la policía sustituye a la política refleja la veracidad de esta interpretación judtiana.
Tal percepción no puede confundirse con una paranoia que considera imbatible ese proyecto totalitario. Al repasar las dinámicas de partición de Europa —y el mundo— a partir de 1945, Judt rescata la combinación de una ideología ortodoxa de los dirigentes, y militantes de la escuela soviética, y un plan maestro adaptable, adecuado para avanzar donde fuese posible y replegarse cuando encontrase una respuesta decidida de los adversarios democráticos. Una frase sintetiza, de modo magistral, la visión del intelectual británico sobre el tema: “el interés, la creencia y la emoción no son fuentes del comportamiento humano intrínsecamente incompatibles”.
La huella de la prudencia se hace notar en la prosa de Judt, al darle a cada amenaza el lugar específico que ocupa en la contemporaneidad. Saber atender, de modo simultáneo y diferenciado, el peligro central del totalitarismo y de aquellas otras amenazas autoritarias que emergen dentro de las democracias.
Judt es arquetipo de intelectual público, afín a la noción camusiana de heroísmo: el de gente corriente que hace cosas extraordinarias. Una mente capaz de adecuar su pensamiento con arreglo a la fuerza de las evidencias. De abandonar el dogma de las religiones políticas que secuestraron las almas de tanta gente en el siglo pasado y lo que va de este. De reconocer, lejos de la simplificación polarizante y empobrecedora, la diversidad de posturas que cobija el panorama político moderno: la revisión en la obra de Judt de exponentes del anticomunismo de izquierda —León Bloom o Albert Camus— y el antifacismo de derecha —De Gaulle o Churchill— ofrece una mirada más rica de las contradicciones y conflictos característicos de nuestra atribulada centuria.
La coherencia cívica e intelectual de Judt le llevó a poner en cuestión, de modo simultáneo, la propensión de ciertas sociedades poscomunistas a buscar refugio en valores tradicionales y autoritarios y la irresponsabilidad de la izquierda occidental que renuncia a condenar el modelo soviético, abandonando a sus pares allí donde esa hegemonía se instaura.
Dejo para el final lo que, a mi juicio, constituye el legado postrero de Tony Judt: la defensa, lúcida y creativa, de la alternativa socialdemócrata. Reinventar ese proyecto —con desempeños insuperables durante la segunda mitad del siglo XX— sin idealizaciones de su pasado, pero recuperando los temas de defensa de la equidad social y libertad políticas, bajo una sociedad integrada y Estado de Bienestar. Judt ofrece en sus últimos trabajos una defensa de esos bienes públicos —trenes, escuelas, seguridad social— que toda sociedad necesita para funcionar decentemente, al margen del lucro invidivual. Desde la concepción que necesitamos tanto estado como sea necesario, tanto mercado como sea eficaz y tanta sociedad como sea posible. Algo que parece hoy cada vez más urgente, ante la expansión combinada y siniestra de la desigualdad, los tribalismos y el narcicismo político dentro de los gobiernos populistas y el capitalismo autoritario de matriz china.
Termino estas líneas y vuelvo la mirada a los libros y apuntes que llenan mi mesa. Pero, sobre todo, pienso en qué me dirá Tony cuando volvamos a cruzarnos, en la mitad del pasillo, al final de la tarde. Probablemente rehuirá cualquier referencia al homenaje que merece, en su actitud permanente de rehuir los ritos y pasajes de la farándula intelectual. Y es que así —conversando con sus ideas más que conmemorando su figura— es el mejor modo, acaso el único posible, de aprovechar ese arquetipo arendtiano de vida activa llamado Tony Judt.
Recomendaciones de lectura del autor, todas, obras de Judt:
Postguerra, una Historia de Europa desde 1945, Taurus, Madrid, 2006
Algo va mal, Taurus, Barcelona, 2010.
Thinking the Twentieth Century (Tony Judt & Timothy Snyder), Penguin Press, New York, 2012.
El peso de la responsabilidad, Taurus, Madrid, 2014.
Cuando los hechos cambian, Taurus, México, 2015.