Palo que sea, Fidel, palo que sea

En Cuba la violencia ha sido durante los últimos 62 años el más socorrido medidor para calificar la postura ideológica de las personas.
Palo que sea, Fidel, palo que sea. Ilustración: Tejuca
 

Reproduce este artículo

Él lo dijo cuando dio la orden de guerra a los cubanos. El himno lo proclama en su primera oración. Tal vez el susto le jugó una mala pasada al Puesto a Dedo Díaz-Canel, y el himno le vino a la mente, o a eso que llaman el cerebro. Porque en Cuba, la violencia no es un delito, sino parte armónica del cubano revolucionario. El único componente que se le respeta si quiere seguir viviendo bajo ese cielo tan azul y ese sol brillante que es lo único que toca, casi por igual, a cubanos y a extranjeros.

Es como que, en una clase de anatomía, al explicar en cuántas partes se divide el cuerpo humano, al nacido en esta isla hermosamente desventurada se le agregue un arma, es decir, el cuerpo de un cubano se divide en cabeza, tronco, extremidades y machete. Esos son los que aún pisan tierra en el cocodrilo que comienza en el cabo de San Antonio (no ha sido ascendido) y termina en la punta de Maisí. Los que viven en ese lugar que se engloba diciendo “allende los mares” se dividen igual, en tronco, cabeza, extremidades y balsa.

Siempre ha sido de esa manera en lo que un día Cristóbal Colón, mareado y ebrio por el vaivén de las carabelas, describió como “la tierra más fermosa que ojos humanos vieran”, y que luego sus habitantes nos hemos empeñado en destartalar, afear, empobrecer y hundir. Sobre todo, uno de ellos, el gran culpable, que vertió el garrafón del odio, y que con sus ideas geniales desapareció medio paisaje, hizo huir a los pejes de sus alrededores, extinguió el ganado mayor, menor y mediano y logró que las gallinas dejaran de reproducirse mediante el viejo sistema de expulsar por el recto un artefacto blanco o cobrizo de forma ovulada que uno se come en el desayuno. Hoy, en lugar de recto, las gallinas cubanas lo tienen torcido.

Pero no huyamos del tema y corramos al combate al que siempre nos ha convocado la historia y un montón de idiotas que nunca le tiraron un hollejo a un chino.

Disfrazada como actitud revolucionaria o combatividad, la violencia ha sido durante los últimos 62 años el más socorrido medidor para calificar la postura ideológica de las personas. Desde que no levantas dos palmos del piso, sin saber aún que en unos años no podrás levantar nada porque te quitarán el litro de leche, te están asustando con un enemigo al que hay que derrotar. De modo que la leche materna y la papilla huelen a sangre. 

Y en lugar de príncipes y princesas, las noches se pueblan de combatientes que se inmolan, que se lanzan con los ojos cerrados sobre las bayonetas enemigas, mártires que dieron la vida por la libertad, o que mostraron su valor a cualquier hora. Y entonces se crece pensando que la existencia es eso: combatir, pelear, fajarse con lo que sea y a la hora que sea. Derrotar y destruir al semejante porque piensa distinto. Un eterno sufrir, pero un sufrir bonito. Un sufrir que miles de idiotas alrededor del mundo envidian. Y se convierte en un vicio que luego las autoridades premian con medallas.

No importa que la persona haya sido un virtuoso en la guitarra o en el oboe. No vale de nada cuántos hermosos temas compuso en su vida para gloria del país. Ni que haya descubierto vacunas y remedios contra el peor de los males o que opere aneurismas y trombos y deje el corazón como acabado de salir del útero materno. Queda en segundo plano tu cerebro que nadie celebra. 

En su biografía, lo que resaltan son las misiones, su incorporación a las milicias, si combatió en la sierra, en el llano, o en la azotea de su casa. Y ahí salen, como un coro de espectros anatómicos, a glorificar su coraje y sus atributos masculinos. Los atabales en Cuba valen más que la inteligencia, que el equilibrio emocional, que la pasión mesurada, que la dedicación y el talento. Si no puedes mostrarle al mundo un par de cicatrices, como Antonio Maceo, eres una hez.

Por eso, por ridículo que nos parezca, la prensa o eso a lo que en Cuba llaman prensa, partidista y retórica, ha usado y usa día tras día los mismos adjetivos para construir o describir a su robot revolucionario, a su héroe anónimo, al cubano ideal que creen que es el famoso “hombre nuevo”, y que no llega a ser Supermán porque Clark Kent tenía siempre otra muda de ropa. Y elegante por demás.

El heroísmo en el imaginario ideológico del partido comunista en Cuba es casi erótico, se diría que lascivo muchas veces, aunque a las madres de los mártires, durante mucho tiempo, el gobierno les enviara un cake en la fecha de sus pérdidas, y no un juguete sexual.

Cada celebración de alguna fecha en Cuba lleva el olor de un combate. Tanta sangre y tanta muerte enrarecen el aire y nublan los sentidos. Se conmemoran los hechos de sangre con la misma alegría y emoción con los que un padre le celebra los quince a una hija. Y de tanto comparar a los vivos con los mártires, de tanto que se les pone como ejemplos de cómo debía ser un revolucionario se llega a tener la sensación de que se debería estar muerto.

En la Cuba del futuro, además de inversiones urgentes, se va a necesitar una cantidad increíble de siquiatras y sicólogos. Va a costar años quitar de la cabeza de los cubanos que han sufrido 62 años de peroratas constantes que hablan del valor y de violencia, los tableteos de ametralladoras, toques a degüello y de muertos en menudos pedazos. La otrora fértil tierra de la isla ya no produce nada, se diría que ahogada en hemoglobina. Se ha repetido tanto eso de recoger el polvo de “su suelo anegado en sangre” que también serán necesarias toneladas del mejor detergente para limpiarla.

Se vio el 11 de julio en ese enfrentamiento ya histórico entre las imposiciones de una dictadura ineficaz en todo lo que no sea reprimir y ese pueblo que ya no aguantó más y salió a gritar en las calles toda su impotencia. En ese enfrentamiento entre “Patria y Vida”, que es lo que el cubano de a pie desea más que nada, quisieron, como siempre, aterrorizar, una vez más, con el sombrío “Patria o Muerte”, que ya no conmueve ni significa cosa alguna. Hemos muerto tanto, y se ha alejado tantísimo la Patria, que la gente busca otras cosas en los sueños.

Pero salieron las hordas. Por miedo o por chantaje. Por repetición o por terror, las calles no fueron de los revolucionarios sino del pueblo que nada tiene precisamente por culpa de esa “revolución”.

Y en el fondo, el disparate que solamente se mantiene en pie por la fuerza y por esa “violencia revolucionaria” inhumana. Ser revolucionario es cambiar el mundo, borrar lo malo en busca de lo bueno. En Cuba no. En Cuba son precisamente esos “revolucionarios” quienes dan palo, plomo y machete para que nadie cambie nada.

Y los fantasmas son los únicos que gritan todavía esa impúdica y terrorífica frase: “Palo que sea, Fidel, palo que sea”.

 

Escrito por Ramón Fernández Larrea

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, Cuba,1958) es guionista de radio y televisión. Ha publicado, entre otros, los poemarios: El pasado del cielo, Poemas para ponerse en la cabeza, Manual de pasión, El libro de las instrucciones, El libro de los salmos feroces, Terneros que nunca mueran de rodillas, Cantar del tigre ciego, Yo no bailo con Juana y Todos los cielos del cielo, con el que obtuvo en 2014 el premio internacional Gastón Baquero. Ha sido guionista de los programas de televisión Seguro Que Yes y Esta Noche Tu Night, conducidos por Alexis Valdés en la televisión hispana de Miami.

 

Relacionados