Ya lo dijo Virgilio Piñera, con angustia y pesar, en su poema “La isla en peso”: la maldita circunstancia del agua por todas partes. El agua como una cuarta pared, como barrotes invisibles, recios, asfixiantes. Porque más allá del agua acecha la muerte.
Una tierra donde una vez hubo un sueño. La gente lo creyó. Y sus gobernantes la aislaron del mundo, ayudados por ese mar que no deja irse y casi no permite llegar. Nadie supo, en mucho tiempo, qué pasaba del otro lado del agua, donde empezaba el mundo. Mas el sueño era un espejismo. Era falso, y el mismo salitre comenzó a desgastarlo, a carcomerle la base y las esquinas.
Lástima, decían los más viejos, que lo habían apostado todo, para que esa luz del sueño prometido iluminara a sus hijos. Pero cayó la oscuridad y culparon al enemigo. A ese enemigo que, según ellos, vigila el mar sin descanso. Y entonces los hijos de esos mayores que lo habían dado todo esperando que se cumplieran sus deseos, se montaron en barcos y en cuanta maldita cosa flotara, para llegar a donde Dios quisiera, aunque fuera la muerte.
“Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer/ hubiera podido dormir a pierna suelta”, grita Virgilio Piñera desesperado, sabiendo las fronteras de su angustia. Esa es la historia de una desilusión que se ha hecho más duradera, casi como un familiar desconocido que decidió vivir entre nosotros. Entonces, para escarmentar a los fugitivos, para impedir que otros abandonaran la isla a la deriva, las autoridades inventaron un extraño delito: “la salida ilegal del país”.
Solamente en Cuba sucede. Ahogarse dentro y pretender huir hacia ninguna parte para llenarse los pulmones de luz. Sólo en una cárcel flotante se aplica algo tan disparatado. A los que incurrían en ello, se les juzgaba y condenaba a prisión, a la otra prisión más estrecha, por traidores, por querer escapar de esos barrotes, sin darse cuenta que todos estábamos presos entre el cielo y el agua.
En 1993 vi, en Centro Habana, a una viejita que intentaba no morirse ni de hambre ni de pena, vendiendo maní en una esquina. Un policía que al parecer le había advertido y prohibido pararse allí a sobrevivir, perdió la paciencia, le gritó: “vieja, si vuelves a ponerte aquí, te voy a meter presa”. Y la anciana, sobreviviente y luchadora, le respondió entre la ausencia de sus dientes: “¿presa?, presa ya estoy, me vas a limitar más el espacio”. Nunca olvidaré los estruendosos aplausos que recibió esa respuesta desde balcones y azoteas.
Estaba clara, clara como todos los que desafiaron la vigilancia y las prohibiciones y se lanzaron al vientre de ese mar enemigo con la esperanza de alcanzar algo de esa luz que algunos llaman la otra vida. Muchos quedaron en las aguas del Estrecho de la Florida. Sus huesos impalpables flotan en la memoria. En el corazón de quienes les perdieron para siempre.
Luego cayó en Berlín el Muro de la vergüenza, y con sus últimas piedras, se derrumbó el falso mundo que apuntalaba el sueño original, pero los dueños del país siguieron prometiendo otros sueños. Desapareció de escena el culpable mayor, y sus cómplices, ya viejos como aquella viejita de la esquina, intentaban no morirse ni de hambre ni de pena, y se aferraron a la antigua mentira, a la inutilidad de su mentira, y como era ya costumbre, siguieron culpando al Imperialismo y a sus aliados.
Y los fugitivos evitaron el mar y aquel delito absurdo de “salida ilegal”, e inventaron, sobre la marcha, nuevas rutas. Lo vendían todo, lo poco que resultaba ser, a esa altura, ese todo, y se lanzaban por aire a países jamás soñados. Y ya en tierra, sin remos ni mareas, poder avanzar hacia la casa de aquel enemigo con el que los asustaron durante tanto tiempo.
Ahora caían en manos de otros tiburones. Traficantes sin entrañas, acostumbrados a la muerte y al dolor. Y ya lejos de las rejas de la lejana isla, atravesaban selvas y bosques, y montañas y ríos y fronteras, en un lastimoso delirio de hacerse un sueño a la medida, y tal vez compartirlo con sus mayores, que vegetaban entristecidos en la prisión sobre el agua.
Duele ver lo que han hecho unos cubanos a otros. Duele comprobar lo que nos hacemos nosotros mismos. Sangra el corazón de tanta indiferencia del mundo hacia esa isla, que han convertido en un museo ruinoso de absurdas batallas.
En un parque jurásico donde los extras ya no tienen fuerzas para sonreír. Pero quién salva a los muertos. ¿Quién respira en su lugar en algún calabozo cubano solamente por no tragarse la descascarada mentira?
Ahora se huele un nuevo éxodo. Está en el aire, se palpa en los ojos y en las bocas. Han engrosado los barrotes de agua, y hay ira y rabia en los vigilantes, que vuelven a aplicar la extraña pena de la “salida ilegal del país”.
Como si hubiera un sitio para pedir un salvoconducto que permita ahogarse en las aguas profundas. Una oficina para que te autoricen a ser asesinado en otra tierra.
Parece un circo, donde el domador reparte latigazos en la jaula, a diestra y siniestra, con la secreta esperanza de que un día se rebelen los animales amaestrados, y quieran escapar, para poderlos asesinar en la misma puerta de salida.