La opinión de una persona en las redes sociales sobre la presunta “vulgaridad” de la oposición en Cuba ha disparado la polémica.
Y en la polémica salta, en primer lugar, la manera de expresarse de algunos de los integrantes del Movimiento San Isidro, que han sufrido el acoso y las embestidas de la policía política de manera constante. No importa que lean poesía sentados en la calle o que entonen el tema del momento, “Patria y vida”, o que le endilguen una coletilla grosera al apellido del presidente designado.
Lo que preocupa a algunos es la poca educación o ilustración de quien se enfrenta a una dictadura, sin pensar que ha sido esa misma dictadura la que ha provocado el bajísimo nivel escolar o cultural del pueblo cubano en general, que se expresa de manera grosera y elemental, y que libera su rabia con palabras duras y para muchos, indecentes.
Así se comunica “el hombre nuevo” que soñaron crear. Un hombre que no encuentra otras palabras cuando deja de repetir consignas. Ese ser al que se le exige una manera unánime de pensar, aunque no sepa decirlo con sus propias palabras, porque los maestros llegaron a saber menos, o casi lo mismo. La Cuba actual es el resultado de haber alejado a los hijos de sus padres y desterrar la educación cívica. Y haber cambiado el educado “señor o señora” por el igualitario “compañero”.
A veces no hay otro modo de expresarse cuando se ha llegado al límite humano. Contra la fuerza que usa el poder, la dureza de una palabra o de todas. Las palabras que raspan la garganta y liberan la lava volcánica del hambre y el abandono.
Lo describe claramente una persona llamada Ramón Muñoz Yanes cuando escribe en las redes lo siguiente: “Cuba es un país enfermo, una isla menopáusica y depauperada, que hoy recoge los frutos de una educación, que ejemplifica cabalmente aquella sentencia de José Cipriano de la Luz y Caballero: "Enseñar puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo". Y continúa la misma persona con estas tristes palabras: “Un sistema educativo contaminado por la filosofía comunista, que inevitablemente premia la lealtad y la delación, con maestros generalmente mal instruidos, genera jueces corruptos, trabajadores ineficaces, gerentes incapaces y unas fuerzas del orden carentes del civismo necesario para el ejercicio de su labor vital, servir al pueblo”.
Otra opinión en las redes expresa: “Ese es -con excepciones- nuestro pueblo hoy, después de seis décadas largas de "Aserequebolaísmo" dialéctico y marxismo leninismojónico, donde por lo general, una ballerina del Ballet Nacional se expresa exactamente igual que un estibador de los muelles o un médico”.
Sospecho que más preocupante que la forma de hablar, de escribir o razonar es la pérdida absoluta de la humanidad. Que el miedo pudra a la gente por dentro y que lleguen a creer que defienden a la revolución o al socialismo, que solamente les da migajas, prohibiendo salir de sus hogares a las personas, o gritándoles frente a sus casas, o golpeándolas y lanzándoles piedras. Esa es, para mí, la verdadera vulgaridad. La repulsiva marginalidad, porque se vive a orillas de la bondad y del respeto.
Para mí lo vulgar es otra cosa. Y la marginalidad es también el resultado de 62 años de promesas vacías y de euforia de vitrina. De triunfalismo y de mendicidad que han hundido en un pestilente basurero a una isla antaño productora y próspera.
No hay mayor vulgaridad que tener a un pueblo comiendo lo que la cúpula del gobierno decide. Y vigilar y delatar y meterse en las vidas ajenas pensando que le pertenecen al estado. Vulgar es prometer falsamente el paraíso, con el entusiasmo de un loco capaz de hablar horas y horas frente a una masa crédula. Indecente y muy vulgar es decir: “Dentro de la Revolución, todo. Fuera de la Revolución, nada”.
Vulgar es tratar como escoria a quien no coincide y expulsarlo de su tierra.
Vulgaridad es haber dividido a la familia en dos, en cuatro, en mil pedazos que no se vuelven a escribir ni a querer. Es nacer siendo culpables hasta que no se demuestre que se cree en Fidel con su egocentrismo y su demencia. Vulgares son la policía y el ejército, que apalean y asustan en lugar de ayudar, y los que se escudan en un partido que inventó un enemigo y una guerra para que la gente viva en un sobresalto cotidiano hasta que ya no dan más.
Lo vulgar es no respetar la opinión de un semejante, dudar de él y castigarlo porque no tiene nuestra misma opinión. Vulgar es obligar a los niños a decir que serán como el asesino guerrillero.
Vulgar ha sido siempre alabar, aunque fuera poéticamente, los genitales de los héroes y los mártires, y hablar del coraje, de la valentía, como si golpear, herir o matar fueran la prueba suprema del amor a un país.
Y es también de una vulgaridad insoportable alabar a Martí sin leerlo, citarlo sin entenderlo; escudarse en su vida y en su obra para hacer lo contrario. Hacer un culto a la sangre, y pasear por toda la isla las cenizas del hombre que la desgració pensando que todos se iban a emocionar.
Una mala palabra, si las hubiera, nos puede dividir, pero también unir, dependiendo por qué se dice y cómo se expresa. Y, sobre todo, por encima de todas las cosas, cuándo y a quién se le dice. Y más que decirla, se le grita, se le aúlla, se le escupe en el rostro a quienes pretenden seguir asfixiando la libertad. De quienes no quieren al pueblo y se creen separados de él.
Vulgaridad es gritar “El que no salte es yanqui” o “Patria o muerte”, porque no le deja opción de felicidad a ningún ser humano.
*Ilustración: Armando Tejuca