Estuve este verano en Berlín. Apenas unos días, con mi hijo mayor (19 años), que anda aprendiendo alemán y quiso practicarlo in situ. Él se ocupó de la parte práctica (reservaciones de avión y hotel, repertorio de apps, incluida Lime, la madre de todas las carriolas eléctricas) con esa típica habilidad de los millennials para el comercio electrónico. Yo sólo pagué y le pedí que me dedicara un día, para pasearlo por varios lugares de -digamos- interés didáctico.
Mi hijo, que por suerte nació fuera de Cuba, vive ahora en Estados Unidos, estudia en una universidad privada y está, por razones generacionales, inmerso en el entusiasmo izquierdista propio de esa fase intensamente hormonal de la adolescencia. Algunos de sus compañeros, vástagos de eso que la eufemística jerga norteamericana llama "the one per cent", sienten un genuino entusiasmo por las ideas socialistas y miran de reojo el superabundante capitalismo que los ha procreado. No es su caso: hijo de inmigrantes pobres, que entre un sacrificio y otro le recordamos cada día la importancia de vivir en una sociedad libre y meritocrática, ha ido pegando por aquí y por allá retazos de educación (un poco de Marx, otro de Locke, una serie de la BBC o un manual de Jordan Petersen) para formarse su propia idea del mundo. En esa idea, sin embargo, falta una pieza que sus padres sí tenemos. Esa pieza se llama "socialismo real".
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Así que, el viaje a Berlín incluyó, además de varios paseos en scooter por el Tiengarten, una jornada dedicada a mostrar esa pieza faltante, que en Berlín ya es materia museable. La educación sentimental de cualquier cubano de mi generación -lo he dicho antes- es como Demonia, aquel mundo invertido que Vladimir Nabokov imaginó en su novela Ada o el ardor, que combina a la perfección los rasgos de Rusia y Estados Unidos. Los muchos cubanos que estudiamos en eso que por entonces se llamaba "mundo socialista" tuvimos que poner en marcha un complejo proceso mental para acoplar la memoria de unos padres crecidos en la década del cincuenta (el béisbol, la mafia, los rascacielos frente al Malecón) con la austera simbología de la utopía (la planificación quinquenal, una sociedad rebajada a maqueta de apicultor).
En Ada, capitalismo y socialismo aparecen fundidos en una especie de amalgama, y sus protagonistas abrevan del abundante kitsch-póshlust segregado por las dos glándulas constitutivas del imaginario político de la Guerra Fría. Imaginario que todavía fascina a numerosos turistas de la política travestidos de antropólogos amateur: hipnóticos admiradores de una sociedad que en realidad recuerda a otra novela de Nabokov, Invitation to a beheading, donde la administración, repleta de pompa y retórica, apenas necesita oprimir a los ciudadanos porque todos, salvo un número ínfimo de disidentes, aceptan con alegría la verdad transparente de lo vulgar mientras un verdugo que parece salido del Grand Guignol exige “esa atmósfera de efusiva camaradería entre el ejecutor y el ejecutado, que es tan preciosa para el éxito de nuestra común empresa”.
En cualquiercaso, es una experiencia que cuesta trabajo explicar y cuyas enseñanzas, si es que alguna enseñanza nos ha quedado después de salir de Cuba a dar tumbos por el mundo, es también difícil de resumir y transmitir.
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Así, me encontré una tarde paseando por el Museo de la RDA, donde después de una corta espera -supongo que hace falta una cola más larga para familiarizarse de verdad con el pasado socialista- entra uno al recinto que guarda la información sobre las distintas "zonas" de aquella sociedad (Economía, Política, Sociedad...), con un curioso diseño en forma de gavetas. Sí, casi todo el museo son gavetas de un gigantesco archivo, ilustrado por varios gadgets y detalladas reconstrucciones (un cuarto de escucha de la Stasi, un apartamento-tipo de un multiplantas obrero; una celda "típica"...). Incluso yo, que me precio de conocedor de estos asuntos, aprendí muchísimo, y también, por supuesto, mi hijo, que escrutó con cuidado y asombro hasta la última gaveta y la más pequeña foto de aquel lugar. Luego paseamos un rato por Checkpoint Charlie, vimos los pocos trozos del Muro que quedan en pie y compramos, por supuesto, un trocito a manera de souvenir.
Pero la visita al Museo de la RDA me dejó pensando varios días. Esa sensación de dar una historia por cerrada, de poder convertirla luego en un museo para turistas despreocupados, esa posibilidad de dar el pasado por pasado, de una vez y por todas, para colocarnos en otro sitio... No es algo al alcance de todos, definitivamente. También para eso se necesita cierto nivel de civilización. Muchos cubanos, por ejemplo, ni siquiera pueden recordar con exactitud cuándo y cómo fue que cayó el Muro. Hace unos años, una periodista cubana que escribía en El País hizo el experimento, y preguntó a varios de sus amigos. Nada, no había un recuerdo, un punto preciso a partir del cual empezar a olvidar. No hubo noticia, o fue tan pequeña que pasó inadvertida, como un disturbio más del "otro mundo". Según su teoría, el muro de Berlín se había ido derrumbando a pequeños trozos a lo largo de tres años, entre 1989 y 1992 hasta llegar al discurso de Aquel que "metió la caída del Muro, y la de los regímenes en Checoslovaquia, en Rumania y Polonia en un mismo pack" con la célebre metáfora del desmerengamiento.
Hasta eso nos quitaron a los cubanos: la realidad del Muro roto a martillazos, cambiada por un trozo de merengue metafórico. Van a cumplirse 30 años de aquello y ni siquiera hemos empezado a entender.