“Puesto a Dedo” ha vuelto a tener una idea. Otra. Otra mala idea.
Cualquiera puede tener una mala idea. Pero Miguel Díaz-Canel ya ha tenido muchas, y lo peor es que las ha expresado, así, al albur, sin sopesarlas, sin observarlas, sin darles al menos 24 horas a ver si se hinchan o siguen inertes, como son las ideas nacidas en ausencia de neuronas y bajo el sol de castigo de la isla caribeña.
Ahora ha pedido a los cubanos “entregarse”... Sé que los humoristas comenzarán en esta línea a sacar apresuradas y divertidas conclusiones, y a rematar diciendo que si Díaz-Canel pide a los cubanos que “se entreguen”, es porque están rodeados, y que lo único que falta es gritarles que salgan todos con las manos en alto. Pero no, no se pueden hacer chistes a la ligera, porque el “designado a dedo” les ha pedido que se entreguen, pero que se entreguen “en cuerpo y alma al servicio de la nación” y a continuación explica por qué lo pide: “para lograr mejorar el país”.
Como cualquier gurú de secta ramplona, o un pastor televisivo de provincias, sacó a la luz las pelotas de hacer malabares (malabares en su tinta) y soltó esta preciosura: “Hay que seguir buscando en nuestras reservas materiales y humanas. En lo que nos puede aportar el ahorro como fuente de ingresos y nuestra espiritualidad como fuente de energía creativa”. Y después de decir eso, se quedó tan Pancho, como si respirara el espíritu de Bruce Lee y el Caballero de Paris al mismo tiempo.
Hasta ahí habría parecido que el designado era un cuadro con cierta confusión de origen. Un cuadro formado eclécticamente en la escuela del Partido de El Rincón o del Santuario de El Cobre. Pero no, pareciera que el hálito de Fidel Castro está en el aire, y desde su aparición en la vida pública cubana todos los que han dirigido, sub-dirigido y mal dirigido la isla adquieren el mal de la verborrea imparable, una especie de maratón de laringe que es imposible de controlar.
Y Díaz-Canel es un alumno aventajado, así que para la espiritualidad como fuente de energía creativa (le ha dado por la creación últimamente) “la clave es apartar las ‘vanidades y egoísmos’, practicar ‘la honestidad, la laboriosidad y la decencia” porque todo eso “aportaría” al Producto Interno Bruto.
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Aclaro que al referirse al producto interno bruto no aludía a nadie, ni siquiera a sí mismo, pero según este moderno mesías al que le persiguen tornados, meteoritos e inundaciones, el secreto para sacar a Cuba de la crisis es “la Unidad”, que ha de ser de policía o del ejército. Y luego, o “más después”, como dice un guajiro amigo mío, disparó esta joya: “El único modo de resolver todos nuestros problemas es que todos y cada uno de los que amamos la Revolución nos preguntemos cotidianamente: ¿qué puedo hacer, qué puedo aportar?, ¿cuál puede ser mi cuota de entrega personal para el crecimiento colectivo?”.
He ahí el dilema. La felicidad no es individual, personal, de uno mismo. El país precisa felicidad en molotera, como si el cubano no hubiera pasado los últimos 60 años (parecen 100) de molote en molote y de empujadera en rempujadera. Y como si no bastara ese dislate, como si se hubiera tragado a Cantinflas en el desayuno, llamó a recuperar los “hábitos de cortesía” y “la sensibilidad”. Esta última, dijo, hay que “ponerla de moda”.
No sabe o ignora que los nacidos en esa tierra, incluso los mal nacidos, desarrollaron una sensibilidad tan grande que han tratado de alejarse de ella para no llorar de pena o de emoción. Y no le han hecho caso a él ni a otros y han intentado ser felices defendiendo, cuidando y salvando a su familia, que fue lo primero que destruyó Fidel Castro.
Así que nadie se traga el discurso sensiblero de Miguel, que insistió en el bulto, en la orgía revolucionaria, en la felicidad grupal diciendo: “Quiero llamarnos a subordinar los intereses personales a los colectivos, sin negar ninguno de los dos, sino integrándolos. Me queda claro que en una sociedad humanista y solidaria como la nuestra no se puede ser feliz individualmente”.
No, si cuando yo lo digo: hay que irse de allí de veinte en veinte.