Los jenízaros de Fidel Castro

Concebidos para morir luchando en fronteras alejadas y agrestes, gozaban de la inmunidad garantizada por el sultán. Hasta un día.
Los jenízaros de Fidel Castro
 

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Podríamos pensar en Arnaldo Ochoa y los hermanos De la Guardia como el equivalente revolucionario de los famosos jenízaros, aquella fuerza especial con la que el imperio otomano consolidó su poder. Las afinidades son numerosas. De proverbial eficacia militar, los jenízaros sustituyeron a los soldados no profesionales y mercenarios, y disfrutaron durante siglos de prebendas y privilegios. No eran reclutas musulmanes, sino muchachos cristianos, seleccionados entre los más duros, que renunciaban a su fe y eran educados para convertirse al Islam. Su fe, sin embargo, era distinta de la del resto de los musulmanes: como parte del culto karagozi, los jenízaros tenían permitido beber alcohol, comer cerdo, fornicar con mujeres o ignorar el Corán. Semejantes transgresiones ayudaban a crear un vínculo entre ellos, el vínculo de los reclutas.

El verdadero karagozi sólo creía en sí mismo. Pero una especie de sufismo lo llevaba a creer que lo auténtico era el alma, que persistía en cualquier estado, semi ignota. La verdad, creían, era “lo que nunca se sabe”. Las reglas habituales no importaban, pero ellos mismos tenían gran cantidad de reglas propias. Secretos, supersticiones, códigos. Por supuesto, se consideraban creyentes musulmanes y acudían a las plegarias en la mezquita como todo el mundo. Pero su fe era una especie de lealtad espiritual, como una capa secreta. No todos los karagozi eran jenízaros, pero todos los jenízaros eran karagozi.

Los jenízaros conquistaron nuevas fronteras para el imperio. Sofía. Belgrado. Estambul. La península Arábiga y las ciudades santas. Mohács, donde acabaron con la caballería húngara. Rodas, Chipre, Egipto, el Sahara. Pero con los años, se fueron convirtiendo en un problema. Las condiciones de reclutamiento cambiaron. Solicitaron el derecho a comerciar cuando no estuvieran guerreando para dar de comer a sus familias. Alistaron a sus hijos en el cuerpo, que se fue mostrando cada vez más reticente a luchar. Pero seguían siendo peligrosos.

Cargados de privilegios, trataban despóticamente a la gente corriente. Concebidos para morir luchando en fronteras alejadas y agrestes, gozaban de la inmunidad garantizada por el sultán. Pero ya no buscaban el martirio, y empezaron a crear problemas en el reino. Llegaron incluso a conspirar contra el sultán y a burlarse de él. Cada vez se aprovechaban más de sus privilegios, confiados en que sin ellos los otomanos ya no podían defenderse adecuadamente. Eran el supremo poder militar, pero ya no eran dignos de confianza. El pueblo llano los temía. En el comercio, se aprovechaban de sus privilegios. Se comportaban de forma amenazadora e insolente. Tenían su sede simbólica en un árbol, justo frente al palacio de Topkapi, entre Aya Sofia y la Mezquita Azul. Allí daban a conocer sus quejas y secretos, allí tramaban sus motines y sus fantasías. Y desde allí eran vigilados.

Un buen día de 1826, el sultán dio la orden de que los jenízaros debían adoptar el estilo occidental de la Nueva Guardia. Sabía que ello los provocaría y ofendería. Los jenízaros se rebelaron. Fueron exterminados a cañonazos en sus cuarteles la noche del 15 de junio. Los que no perecieron esa noche, huyeron de la ciudad para salvar la vida.

Fue un trauma, que golpeó la base misma de la estructura del imperio. Los jenízaros representaban la esencia misma del poder bélico otomano. A pesar de sus intentonas conspirativas, nunca habían pensado seriamente en destronar al sultán. Su marca distintiva, la garceta que portaban en sus turbantes, representaba la larga manga blanca del jeque, bendiciéndolos. Su unión con el sultán era espiritual, aunque la expresaban por medios diferentes al resto de los creyentes.

Arnaldo Ochoa, los hermanos De la Guardia y muchos otros altos militares cubanos caídos en desgracia hace ahora treinta años no fueron otra cosa que los jenízaros de Fidel Castro.

 

*Este es un artículo de opinión. Los criterios que contiene son responsabilidad exclusiva de su autor, y no representan necesariamente la opinión editorial de ADN CUBA.

 

Escrito por Ernesto Hernandez Busto

 

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