La meta era abolir las torres de la sensibilidad y conmover por asalto

Así me entró en el corazón “Para Bárbara”. Un hormigueo insólito, una letanía que me cambiaba el ánimo, pero que la razón no descifraba
 

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Debió de ser a finales de mayo,  y era 1980. Porque en mayo comienzo a volverme loco y yo venía de una locura.  Habíamos recorrido el pasado enorme de la isla en sólo un mes, subiendo y bajando montañas olvidadas, en aquella brigada 4 de abril, que organizaba la Juventud Comunista, para que los artistas nos asustáramos con lo real, o simplemente para dar cierto valor moral a lo que hacíamos. Todo contra la torre de marfil.

Creo que era mayo definitivamente. Habían pasado todas las marchas calientes por el malecón de la Habana, y había asombro, dolor y confusión con todos los sucesos de la Embajada del Perú y el puerto del Mariel. Yo no sé por qué caminaba una tarde medio moribunda por la calle Neptuno, lejana siempre a todas mis rutas, cuando sentí que me llamaba, desde una especie de balcón hermoso, Vicente Feliú, todavía con pelos y señales. Sólo recuerdo ahora un apartamento muy viejo, minucioso, conservado, con unas ancianas intensamente móviles como las doce mil vírgenes, que pasaban sin tropezar por el mobiliario de caobas y cristales, alrededor, sobre, entre, a través de Santiago Feliú, que estaba allí con su torpeza habitual, acariciando equivocado su guitarra de encordaje también equivocado.

Me pareció también de pronto lo más absurdo del mundo verlo sentado allí, entre tanta madera de inicios del siglo XX, que aún no se acababa, ni parecía tener ganas de hacerlo, cuando lo que más venía a pegar con el entorno eran  la figura doliente de un Manuel Corona o, en su defecto, la de un Sindo Garay, escuálido y bizco. Y Santiago, sin preámbulos, de un solo tarrallazo de guitarra de diestro, comenzó a levantar la voz, y con ella, el más dulce y disparatado himno de los años ochenta. Una letra que le pegaba a una música como que Dios es tonto, y que incluía, sin saberlo, a Sindo y a Corona, con aquellas imágenes de espanto,   con una melodía que se iba colando en los huesos y le hacía bien a mi locura infantil del mes de mayo de todos los años. Era su primera versión de Para Bárbara.

La canción no ganó en aquel Concurso de Música Adolfo Guzmán. Pero, dos meses más tarde, nadie se acordaba de la que obtuvo el premio y sin embargo ,aquel himno de alucinación que hablaba de destellos en la brisa, no paraba de volar de labio en labio, y seguía estremeciendo almas incautas, transeúntes despistados y choferes de taxis. Se silbaba, se tarareaba, se trastabillaba sin entender el contenido, pero sí el continente continental de aquellas frases, con el mismo brillo de fervor que le puso, aquella tarde moribunda, Santiago Feliú rodeado de tías muy viejas, en que subí a escucharlo como una premonición de todo lo que luego vendría.

Recuerdo que entonces ya estaba yo medio curado de todo el lenguaje de modernismo rubendariano y tierno que proponía la nueva tribu de la Trova. Había llegado a una especie de paroxismo cínico con El Señor Ternura de Alberto Cabrales, y me daban espantosos retortijones de barriga el Ave rosa y Saltarina, que cantaron siempre juntos y en un turbio contubernio Santiago y Donato Poveda, antes del abril de ese año.

Era una revolución en el lenguaje, cuyo propósito vine a comprender mucho más tarde, cuando se hicieron habituales sus imágenes que no hablaban de nada, que se alejaban de todo lo anteriormente escuchado, era el hueso descarnado y balbuceante de un nuevo yo, que no quería seguir el camino directo de tanto Fusil contra fusil, de Silvio. Un sistema de señales que parecía vacío, de apartarse tanto de todo lo anterior, pero que estaba conectado, de una manera sutil e inevitable con él. Era la muerte a hachazos de los padres de la anterior generación. Entonces sólo entendí que no entendía. Lo tomé como un poco de evasión, una señal de saturada abulia hacia la ya demasiada politización de la canción política. Y me sonaba a chiste o a ignorancia por parte de los más nuevos, que más tarde, alguien calificó, no sé si por la misma impresión, como “La generación de los topos”.

 

Y en la misma actitud enfebrecida de esos músicos raros, -que ya habitaban asumidos Pink Floyd, Deep Purple, y unos Beatles caseros, de andar por casa, o sombras remotas de Vinicius de Moraes-, donde se acomodaba el sistema de palabras que yo creía huecas o sin sentido, andaba cocinándose la cosa. Se prestaban las voces y las guitarras. Cantaban las canciones de otros y de todos, y uno no sabía en qué punto empezaba la obra de cada cual. Sólo las niñas enamoradas que les seguían en tropel a cualquier parte eran entonces capaces de deslindar el repertorio personal, y decirte de sopetón, con los jeans gastados y cada vez menos perfume, “esa es de Santiaguito o esa es una canción de Donato”. Había llegado el peace and love a la Habana, sin estridencias, de una manera ordenada y natural. Era la comunidad creadora. En los largos, insomnes maratones que celebraban, sin horario ni tino, en la casa de la  barriada de la Víbora de Rodolfo “el Muerto”, en cuya mesa desnuda una joven poeta había cometido la insensatez de dejarse olvidado un libro de poemas, mecanografiado en papel biblia, y que al final sirvió para que todos fumáramos, caminaba extrañada la nueva poesía y se inventaban las actitudes de más tarde. Sólo importaba la canción. 

La realidad era una cosa externa, que andaba por ahí, hecha por los normales, para gente distinta, que tampoco entendía nada de lo que iba pasando entre aquellos zombis de guitarras maltrechas, locos por cantar como autómatas enfurecidos, lo mismo en una esquina, que en un pequeño parque, si aparecía, o en una peña, una casa, con luz, sin luz, con rones que eran un lujo todavía,  con té, con hierbas medicinales, o la mayor  parte de las veces, al borde de agua sola. Largos maratones donde se cruzaban las voces en las canciones de todos, porque nadie era nadie todavía.

Creo que aquel abril abrió las puertas personales de la percepción de cada cual. Yo fui por primera vez jefe de algo, cuando sin comerlo ni beberlo, me vi al frente de un destacamento de aquella simulación de guerrilla rural y artística, que era la Brigada 4 de abril, con la que recorrí toda la nación guantanamera. A mi grupo llegó Donato Poveda, con quien había hecho, hasta la remota provincia, el más alucinante e inmenso de los viajes en tren; un viaje que comenzó en la Habana, a las doce de la noche de un día y terminó en la ciudad oriental, a las doce de la noche del siguiente. Pero Donato era otra cosa, repleto siempre de pasiones, que le robaban la voz hasta afonías duraderas. A la altura de un sitio mágico llamado Puriales de Caujerí, donde tal vez había estado Dios una vez por pura equivocación y borrachera, se despidió Donato y llegó la Teatrova de Santiago de Cuba, con un regalo amable para mí. Era Santiago Feliú, con su cartera de asombros diarios.

Tenía todas las preguntas como un susto en la frente, y un despiste de animal perturbado que no conoce las costumbres humanas, con su instrumento de diestro para siniestro, y un tartamudeo feroz, que sólo se agazapaba cuando empezaba a cantar. Fueron días gloriosos, donde nos asombrábamos con todo.

Guantánamo era un país desconocido, con gentes amables de otra dimensión, y con maneras elementales de asumir el amor y la suerte. Y Santiago cantaba, y creo que cambiaba algo en su interior, cuando la lírica cotidiana de la ciudad no encajaba del todo en aquella agreste sencillez donde faltaba todo. Pero la gente le escuchaba con respeto, y se conmovía en silencio con el torrente de imágenes que no entendía. Ahí comprendí lo que un mes más tarde, en aquel mayo de mi locura asumida, iba a entender mucho mejor y para siempre, y que iba a ser el sello distintivo de esa generación de nuevos desquiciados buscadores: se lo jugaban todo a la emoción con la que entonaban el canto. Y esa emoción entraba en la sangre de los otros, y no importaban los lenguajes. La meta no planeada era abolir las torres de la sensibilidad y conmover por asalto.

Así me entró en el corazón “Para Bárbara”. Un hormigueo insólito, una letanía que me cambiaba el ánimo, pero que la razón no descifraba. Uno, tan acostumbrado a los mensajes directos, era incapaz de aprehender los mensajes de ahora, y sin embargo, el cuerpo no se rebelaba, sino que se quedaba tan pancho, quietecito y a gusto, quizás al presentir que todo andaba bien, y era cuestión de que aquellos muchachos aprendieran a hablar como la gente normal, y le quitaran los desordenados plumajes a las canciones. Y sucedió así mismo cuando la vida les fue poniendo zancadillas, y la urgencia diaria de explicar cada ola interior les fue haciendo más suyos los instrumentos de decir, y cada cual comenzó a tener un rostro. 

Nada de esto lo hablé nunca con Santiago Feliú. Hubo miles de noches sucesivas y distintas, y jamás le conté mis impresiones. Siempre nos aceptamos así, como si todo hubiera sido natural, como si todo fuese preciso y necesario para que continuara ocurriendo. Creo que nunca le conté nada de esto porque es ahora que me lo estoy diciendo, por primera vez, a mí mismo.

Muchas cosas pasaron para que Bárbara tuviera, no al final del camino, sino en esa especie de principio de todo, agudas náuseas de finales de siglo.

Pasó la presencia feroz de cada cual, ya siendo cada uno, en cuanto escenario le era permitido. Recuerdo a Santiago, todavía pobre de arsenal y pertrechos, en las noches de la peña  “ Canción y poesía”, con la que cada miércoles, se iluminaba el parque Lutgardita de Boyeros, en un afán interminable de estrechar magias entre los árboles que nos aceptaban cómo éramos. Y luego su extensión más preciada: sobre las rojas baldosas de la tarde de domingo, en el patio íntimo del taller de Cerámica del Parque Lenin, tras el mejor almuerzo de nuestras semanas, torpemente bohemias, que nos lanzaba a un público siempre desconocido, de padres de familia y niños, que llevaban tal vez otra ilusión bajo el sombrero. Allí, bajo la sombra cómplice de otros árboles, nuestro destino parecía aún entonces completamente vegetal, porque las puertas de los teatros y las cintas de radio no estaban, desgraciadamente, abiertas para una emoción que comenzaba a perfilarse, con lenguaje decantadamente extraño.

 

Pasó Gunilla, con el cielo de Suecia en sus pupilas, tan secreta y vibrante como la novia imaginaria de todos, su voz recién sacada de la tierra húmeda, con Nils Hölgesson diminuto, cruzando Uppsala o Estocolmo, sobre el cuello de un pato.

 Pasó la guerra cercana-lejana de Angola, donde algunos metimos nuestras narices.

Pasaron los teatros por fin, pequeños, húmedos, misteriosos  teatros donde se aprendió a hacer sombras chinescas con aquella canción que era ya otra, y donde la intimidad tenía fila seis y fila veintidós, y recepción y pata izquierda y derecha y un cablerío de penumbra, que fue escuela para sortear los descalabros, y aprender también a poner buenas caras y siempre buenas caras, a pesar de cualquier rabia o  sorpresivo desencanto. 

Pasó la Argentina honda de Charly García, Fito Páez, y Juan Carlos Baglietto, ese remoto poeta rosarino que encontró alma gemela en el poeta remoto y habanero que es Santiago Feliú. Y todas las músicas se entendieron, solas ellas y adultas, como hermanas que llevaban semanas, meses sin verse, y que, de pronto, se contaban cosas del viaje.

Y pasaron los años, el tiempo, todo el tiempo. Cualquier cantidad de otros mayos tremendos, donde  aprendí que la locura era dulce también, y Santiago, sus lentos tartamudeos traducidos en ternura. 

Pasó la vida, en fin, y se fue llegando a lo que somos, con aventuras de sábanas o corazón, con sus silbidos de preguntarse por qué estamos aquí o allí, cada cual siendo ya cada quien, pero sabiendo, al final de este túnel circular que gira y nos deshace, el sentido verdadero de algunas cosas, la dimensión de otras, la duración de todas las que podemos dejar en la garganta sin que nos provoquen naúseas de fin de siglo o sueños, o simplemente, por qué las tenemos y cuando hay que querer y cuándo no vale la pena, y qué se quedará junto a la guitarra para que estalle.  

Como la Bárbara de Santiago Feliú, para que crezca desde su texto raro de pura emoción, y se nos haga grande entre las manos, y decida por fin si es pasado perfecto o todavía tiene el olor brillante de las primeras cosas que hace el hombre, sólo por no morir o que lo olviden.

En Barcelona del año 2001.

Escrito por Ramón Fernández Larrea

Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, Cuba,1958) es guionista de radio y televisión. Ha publicado, entre otros, los poemarios: El pasado del cielo, Poemas para ponerse en la cabeza, Manual de pasión, El libro de las instrucciones, El libro de los salmos feroces, Terneros que nunca mueran de rodillas, Cantar del tigre ciego, Yo no bailo con Juana y Todos los cielos del cielo, con el que obtuvo en 2014 el premio internacional Gastón Baquero. Ha sido guionista de los programas de televisión Seguro Que Yes y Esta Noche Tu Night, conducidos por Alexis Valdés en la televisión hispana de Miami.

 

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