“A cada mujer cubana debieran darle una medalla y erigirle un pedestal, porque han sido verdaderas heroínas”—, dice Elena, una madre soltera natural de Jaimanitas. “Me refiero a las mujeres pobres, esas que tienen que ‘inventar’ la comida del hogar todos los días, mantener a la familia limpia y además trabajar en la calle y en la casa”.
La encontré arreglando una silla en la calle. Tiene 56 años y nació en los albores de la revolución. Solo ha conocido en su vida el trabajo.
“Creo que nunca he tenido un momento de sosiego. Mi madre murió cuando era niña y tuve que sustituirla en las tareas de la casa. Mi padre se mató trabajando toda la vida, para que no me faltara lo mínimo, que es a lo que podíamos aspirar. Después que murió papá entonces tuve que batirme sola con la vida”.
Elena tiene un hijo de 20 años que trabaja como mensajero de una pizzería particular. La educación y crianza del muchacho le exigieron renunciar a su propia existencia.
“El padre de mi hijo se ahogó cuando intentaba irse en una balsa y no he vuelto a casarme. Tuve una terrible experiencia con otro hombre, que a los dos meses de instalado en mi casa trajo a toda su familia. Me dijo que venían de vacaciones, por un mes, pero ya su padre estaba buscando trabajo y la madre quería construir dos cuartos en el patio. Para quitármelo de arriba pasé tanto trabajo, que juré no casarme nunca más”.
Elena es un ejemplo de esas miles de mujeres que han criado a sus hijos solas, dependiendo de un salario del estado; mujeres que edificaron su casa sobre una piedra.
“Si te cuento mi historia te quedas fría. Lo mejor del caso es que nunca me prostituí, me batí con la vida y la vencí, eso me reconforta. Hubo días, muchos días, que no hubo ni un pedazo de pan, ni siquiera agua con azúcar, pero no me cansé, le cantaba canciones a mi niño, rezábamos y se dormía feliz. Y siempre apareció un milagro que me sacó del hoyo.
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“Recuerdo la vez que se graduó de la primaria y no tenía ni ropas ni zapatos para la fiesta. Estaba tan embullado que aquello me partía el corazón. Salí a la calle como una loca, en el momento que limpiaban la fosa de la casa de al lado y hallaron en el fondo un envoltorio. Parecía un cadáver putrefacto, pero resultó un rollo de piel para confeccionar zapatos. El antiguo propietario de la vivienda era dirigente de la industria peletera, al parecer había botado aquel rollo en la fosa durante un registro policial. Nadie soportaba aquella peste, sin pensarlo dos veces me eché el rollo al hombro y lo llevé para la casa”.
Elena estuvo hasta muy tarde dando cepillo al rollo de piel y lo lavó tanto, que recuperó su textura y el brillo original. Luego salió a venderlo a los zapateros particulares, que le dieron buen dinero.
“Eso solo lo hace una madre. Como esa pudiera contarte muchas historias, pero sobre todo las tres veces al día que tuve que hacer magia para cocinar. Además sonreír y fingir felicidad para que mi hijo no se deprimiera y no contagiarlo con mi tristeza”.
Elena terminó el arreglo de la silla y se disponía a engrasar el ventilador, el único de la casa, que se lo deja al hijo para que pueda dormir más cómodo en las noches calurosas.
“Porque hay mosquitos, y dengue, y zika y ‘chunkunnosequé’, y mi hijo no se me puede enfermar porque ahí sí la cosa se pone mala. Es un muchacho que gracias a Dios me ha salido bueno. Ahora con su trabajo de mensajero se gana su dinerito y me ayuda, pero yo prefiero que se compre sus cositas, porque está en edad de enamorarse y quiero que su novia lo vea presentable. Yo no, mi carnaval ya pasó, aunque a decir verdad creo que jamás en la vida tuve carnaval”.