Algo que me atraía bestialmente de M era la manera en que engarzaba una palabra con otra; escribía poesía. Él no había estudiado una carrera de letras, su inteligencia estaba más orientada a las “ciencias duras” y a sus múltiples teorías filosóficas que no paraba de mencionar. Sí, M era alguien fascinante, no el prototipo para una relación, pero nadie aquí está hablando de ello.
Recuerdo que, durante los primeros días, mientras se regodeaba en su arrogancia, me envió una imagen con una frase de Charles Bukoswski. Otra mujer se la había enviado. Se refería a que pocos hombres saben seducir nuestros cerebros y que solo los entendidos lo hacen. Evado un parafraseo más exacto porque el fragmento es grotesco en sí, muy al estilo de Bukowski. Él desconocía si el escritor norteamericano había dicho aquello, pero que otra persona lo considerara tan seductor le era suficiente y más si se hablaba de su inteligencia. A veces, M se contentaba con cosas muy básicas.
M significaba libertad, reencontrar a esa mujer que había tirado a un lado a lo largo de años de monogamia, y la culpa de eso era solo mía. A veces nos conformamos con amores mediocres y los vamos tejiendo hasta que ya son incontrolables y huyen, y en ese proceso lo único que fuimos perdiendo fue a nosotras mismas. Pero ese es contenido para otra historia.
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Toda nuestra dinámica fluía como un juego: M pedía y yo acataba. Pero en el resto de la plática, cuando no tocábamos nuestros resortes sexuales, él podía percibir otros detalles. M se sentía glorioso de causarme sensaciones y de dominarme porque sabía que yo era poco impresionable y fue construyendo una imagen de mí que adoraba seducir y acorralar. Algo tendría que decirle que en la vida real no era un ejemplo de sumisión. Sin embargo, en nuestro universo de palabras, audios y fotografías él era Dios y yo le hacía creer eso porque disfrutaba que lo creyese.
Y me sentía acorralada, me siento aún. Él solía desaparecer por las noches. Existía una novia a la cual atender y con el paso de los días noté las ausencias. Se hacían largas y yo estaba ahí al alcance de un mensaje que en ocasiones nunca llegaba. No tenía por que llegar. Toda la connotación sexual había ido cediendo su sitio a otras cosas, aunque siempre volvíamos a ella. Era la nuestra una relación apresurada. M me pedía selfies para verme, flashazos momentáneos para ver los rizos de mi pelo, mi sonrisa o mis ojos enormes. No había nudismo en aquel terreno. Ansiaba saber por qué quería verme de tales maneras y él respondía, de la nada: para sentirte cerca.
Ya la situación se comenzaba a poner laberíntica. Cuando dos personas intentan conocerse más allá de la radioactividad que desprenden sus cuerpos y sus deseos, pues hay un quiebre de la magia. Yo no quería conocer a M, y he esquivado todo tipo de interrogantes para evitar involucrarme. Aunque hay cosas inevitables.
Los audios no eran solo sobre mi cuerpo o qué haría con él cuando estuviéramos uno frente al otro. M admitía que yo era la mujer más interesante que había encontrado en 31 años. Hablábamos puras boberías, él sorteaba mis temas literarios, incluso mis narraciones y poemas, y yo escuchaba atónita sus teorías conspirativas mientras reía y me decía internamente: ¡Ay por Dios, de nuevo con el teque! En ocasiones se deshacía en elogios sobre lo que yo podría disparar dentro de cualquier hombre, no en él porque no tenía emociones, como si existiera un interruptor para acallarlas. Y defendía mi derecho a ser solo mía y de ninguno y a no darle mi felicidad a nadie, ni a él, y lo cito: Tú estás completa, te bastas: eres interesante (recalcaba mucho eso), estás rica y eres inteligente.
Él quería descubrirme tanto como yo me estaba descubriendo. Fue el primero en admirar tanto mi pelo y comencé a quererlo más y a percatarme del alto contenido sexual de mis rizos, de que despiertan eso. Mi rostro se torna más sexy cuando ellos están alborotados alrededor y no presos y toda esa lujuria contenida M la había desatado. Me encontré hasta haciendo fotografía artística, me hallaba extremadamente “comible” y eso necesitaba brotar de alguna forma. Mi cabello es ahora mismo mi parte más rebelde y la más realizada.
Esas fotografías que a mí me encantaban no surtían ningún efecto en él, las admiraba y decía que estaba haciendo arte. Yo quería compartir eso también, mi despertar. Aunque me percataba de que M no lo necesitaba, lo suyo era satisfacer un deseo egoísta de dominar a alguien como yo, de someter a la mujer más interesante de su vida. Eso conllevaba que yo cumpliera sus fantasías de azotarme con un cinto, asimilar las posturas que prefería o verme bañándome. Su morbo se disparaba cuando las cosas sucedían espontáneas, al momento, nada planeado, como mis fotografías artísticas.
Siempre dice que yo le provoco enormemente y le provocaría más si pudiera observarme desnuda mientras cocino o barro o cuando escribo. Quiere sentir como violento mi rutina. Por M duermo en ropa interior cuando siempre he odiado hacerlo, o lo creía, y me paso horas sentada en la azotea leyendo. Nimiedades que no veía antes de su llegada y el actual desborde de mi sexualidad.
Y comencé a masturbarme con sus audios, sin necesidad de ver porno. Era repetir una y otra vez lo que decía, la cadencia de esa voz … uffffffff. Cuando terminaba, exhausta, le hablaba para que supiese y me encontraba con sus: “Qué rico ponerte así”, “Me encanta todo de ti”, “Tu mayor sensualidad son tus palabras”, “Adoro la idea que sabes crear en mí”, “Me gusta tu cuerpo, tu gracia y esta complicidad que tenemos” y otras tantas, más fuertes, que supongo no sean fingidas, no hay nada que fingir acá. Y cada una hace que yo quiera más, que no precise mucho para humedecerme.
Hubo un día que marcó la diferencia y que hizo que M me atrajese muchísimo más. Esta adrenalina no durará por siempre, así que hay que aprovecharla. Era casi de madrugada cuando apareció. No era usual el horario y sus textos me dieron a entender que aquello terminaría en videollamada.
Aprendí a leer sus comportamientos, pero no dejó de estremecerme que fuese tan temerario. Vi sus ojos mirándome fijamente, por primera vez. Y me engulleron. Esa sensación no se desplaza cada vez que vuelve a tocarme desde la oscuridad de su mirada. Voy a temerle mucho si un día la vida nos pone de frente. Me asustan esos ojos porque me desestabilizan, me controlan.
Y si le veo voy a sentirme indefensa y ese pensamiento me persigue y me aterra. A estas alturas M sabe dónde me gusta que me toquen, y lo ha descifrado, qué necesito para un orgasmo, las posiciones que adoro, el dinamismo que persigo y otros detalles más sórdidos. Y si chocamos le será muy fácil desarmarme.
Quizás nada de eso suceda, quizás nunca le vea. El futuro es ahora mismo incierto, como siempre lo ha sido y tal vez de aquí a un mes o dos no quede un resquicio de toda esta llama y olvide los momentos de sexting que he gozado, porque lo que pasa en la cuarentena, se queda en la cuarentena.