Todo discurso ciudadano que se articula en contra del racismo en Cuba está condenado prácticamente al silencio público. Luego de enero de 1959, es evidente que la situación social del negro cambió de manera significativa. De igual modo que la situación de los campesinos con la Ley de Reforma Agraria; aunque años después, la misma Revolución, coartara la prosperidad de éstos con la eliminación del Mercado Libre Campesino.
Ahora bien, ninguno de esos cambios en la situación social ‒referidos al negro‒ deben ser percibidos e interpretados a la ligera. Es conveniente comprender antes “la tragicidad de la negritud”, como irónicamente algunos colegas le llaman, en franca burla a los negros musulungos que intentan dotar de cientificidad y de bellos eufemismos al racismo que sufren cotidianamente y en carne propia.
Cuando se habla sobre que el acceso a la educación superior –por ende, a los oficios socialmente prestigiados, mejor remunerados y con posibilidades de superación– es igual para todos los cubanos, se deja fuera un elemento crucial: que la abrumadora mayoría de los cubanos negros continúan viviendo en los barrios marginados, y dentro de estos, en las peores condiciones de vida.
Ser obrero calificado, o a lo sumo técnico medio –en oficios y labores que apenas tienen desarrollo, porque las desacertadas políticas económicas han conllevado a la ruina de la infraestructura industrial del país– es la expectativa promedio trazada para los negros.
Esto se explica en el círculo vicioso que impera en las familias negras y que se vuelve, por generaciones, un destino. En busca de una mejoría y condicionados por su mala calidad de vida –personal, social y económica– los jóvenes negros optan por abandonar los estudios para empezar a trabajar y contribuir al sustento familiar.
Otros llegan a los estudios universitarios por el camino más largo: eligen especialidades técnicas –de dos a tres años– para llevar, conjuntamente, trabajo y estudio. El esfuerzo de estos últimos jamás ha sido incluido en el relato blanqueado del gobierno y sus instituciones.
En el prólogo a Delirium Tremens –antología de teatro del absurdo en la obra de Eugenio Hernández Espinosa– el dramaturgo y ensayista Alberto Curbelo advierte lo que gran parte de los exégetas sobre temas de racialidad y de género han olvidado a sabiendas: “la identidad nace de la toma de conciencia de la diferencia; y únicamente con la asunción de estas diferencias se llega a ser ineluctablemente libres”.
El Artículo 42 de la Constitución establece que todas las personas “son iguales ante la ley, reciben la misma protección y trato de las autoridades y gozan de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, edad, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o territorial, o cualquier otra condición o circunstancia personal que implique distinción lesiva a la dignidad humana”.
Pero la realidad (praxis social e institucional) se contrapone a la letra de la Carta Magna.
En el caso cubano, el relato de la igualdad –que históricamente no ha sido otra cosa que la pugna por centralizar el poder y atomizar las diferencias– alcanza su consagración con el triunfo revolucionario de 1959. La historiografía de Cuba, que reseña su lucha por la independencia y la soberanía como nación, es una fuente que ratifica que la revolución cubana no traería nada nuevo ni auténtico en términos de igualdad.
Que se haya tardado en revelarse cinco décadas no desmiente que la naturaleza del poder es convertir a los ciudadanos en clientes.
Los negros, y esta es otra de las grandes verdades que el gobierno se ha empeñado en borrar (auxiliados por las élites blancas y por los negros musulungos), no necesitan de héroes. Necesitan ser representados y no ser discriminados. Necesitan que sus realidades inmediatas sean contempladas, pero más allá de una estadística económica nacional que absorbe sus entornos.
Necesitan alzar la voz para expresar que la igualdad social no ha funcionado para la redención del negro, y que la situación social, resultado de las erróneas políticas del gobierno, no ha hecho más que condicionar y robustecer el racismo.
Pero necesitan mucho más –he aquí la trascendencia primera– trabajar enfocados en una premisa vital: restaurar la memoria histórica y devolver a las comunidades su protagonismo en la conducción de sus procesos sociales, culturales, económicos, religiosos, artísticos, políticos.
“Los negros son peores racistas que los blancos”, era (y es) la expresión común que los blancos y negros musulungos edificaron, a falta de un argumento más decente, para describir el despertar de la conciencia que los negros visualizaron desde su diferencia. Es un modo burdo y cínico de desacreditar el hartazgo del negro ante un cepo disfrazado de consignas y paredes de mampostería.
La comparación, aun cuando es cierto que existe un racismo negro, resulta aberrante. Nada, excepto la mordaza de una dictadura totalitaria maquillada de antiimperialista, sería capaz de propiciar la afirmación de que “el racismo de los negros es peor que el racimo que sufren los negros”.
Lo negro y el negro, sin dudas, se ha diluido en el azogue de un discurso que un día, no tan lejano, significaron la razón de ser de una generación que, en verdad, se negó a ser silenciada por la pobreza urbana. Solo les queda, en ocasiones, la añoranza.
Racismo a flor de piel
Los negros, y esta es otra de las grandes verdades que el gobierno se ha empeñado en borrar, no necesitan de héroes. Necesitan ser representados y no ser discriminados.
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