No tengo, por desgracia, el nombre del fotógrafo, pero he recordado la foto al leer las cursis declaraciones del presidente Díaz-Canel, en Moscú, tras ponerle medallas a los rusos que han perpetrado la nueva cúpula del Capitolio habanero, disfrazado ahora de iglesia bizantina.
Los rusos han hecho lo que saben, y lo han hecho muy bien. Pero toda esa mal llamada "restauración" estaba, a mi entender, fuera de lugar.
No sé qué pensarán los arquitectos, pero esa cúpula dorada me parece un horror. Apuesto que el pomposo Eusebio Leal no estará de acuerdo, y no sé si el proyecto original del Capitolio habanero incluía tal derroche, pero el resultado actual sólo ilumina, como muestra la foto, aquello que se quiere ocultar bajo un pregón de lujo.
Las cúpulas doradas van bien para celebrar a los emperadores ególatras. O en otras latitudes, donde el sol brilla unas pocas horas y entre brumas. En la catedral de San Isaac, la hermosa iglesia de San Petersburgo, donde en invierno algo --o alguien-- necesita recordarnos que el sol existe. O en la fachada de la basílica de San Marcos, botín de las cruzadas envuelto entre la niebla veneciana. Pero en la omnipresencia solar de la isla, lo único que se consigue con tanto oro es cegar la vista del espectador.
Y luego, está el asunto del simbolismo. La estética republicana rehúye, por principio, el oropel externo. Basta ver el Capitolio de Washington, ejercicio apolíneo de los ideales romanos, iustitia en mármol. O el (más reciente) monumento a Thomas Jefferson, cuyo techo blanquísimo alberga el lema más rotundo del republicanismo: "He jurado ante el altar de Dios hostilidad eterna contra toda forma de tiranía sobre la mente humana".
Sin renunciar al lado monumental y celebratorio de toda arquitectura vencedora, Roma --y los inspirados tribunos republicanos de la pax americana-- trataron siempre de desmarcarse del lujo excesivo y del show off, cosa de sátrapas orientales. La decadencia llega, justamente, cuando los emperadores, a fuerza de aburrimiento, empiezan a imitar las costumbres de sus eternos enemigos del Oriente y multiplican sus ostentosos sepulcros --o torres Trump.
Ahora que La Habana va camino de convertirse en la capital de un sultanato caribeño mantenido por los rusos, esa cúpula tropical revestida de pan de oro evoca, sin demasiado esfuerzo, los templos bizantinos, o sus herederas, las cúpulas bulbosas de la Iglesia Ortodoxa, reminiscencias de una llama cegadora o, según otros intérpretes, de las lujosas tiendas tártaras.
Los bárbaros, finalmente, gobiernan la ciudad y han tomado por asalto las antiguas sedes de la República. Pero bajo el disfraz de la falsa restauración, brilla el voluntarioso mal gusto del sátrapa. En ese Capitolio reconstruido no se alberga ninguna Democracia. Los nuevos señores al mando necesitan, simplemente, levantar su cúpula dorada sobre las ruinas que han quedado.