Por un camino clandestino, oculto entre el marabú, llegamos a las minas abandonadas a unos 6 kilómetros de la ciudad.
Como guía, Ricardo Leyva,quien trabaja de manera furtiva en el lugar y comparte algunos secretos con ADNCUBA.
Socavones abiertos e inundados de agua,llenan el paisaje bajo un calor sofocante.
“Aquí venía a trabajar cualquier cantidad de gente, familias enteras que vivían de esto, era una esperanza de salir pa´lante", dice.
Con multas y decomisos de herramientas, las fuerzas de la policía, algunos vecinos y hasta las FAR, intentan detener el trabajo de extracción que se ha reducido drásticamente en los últimos años.
“Nos cayeron arriba como fieras, dijeron que estábamos haciendo daño al medio ambiente y que era perjudicial para la salud, pero lo cierto es que aquí teníamos algo de qué vivir”
Sin embargo los buscadores han encontrado maneras menos advertidas para su actividad.
Cuenta que "antes se abrían hoyos, se hacían pozos profundos, se sacaba muchísima piedra y tierra, había gente que bombeaba el agua desde los pozos con turbinas, usaban chipihamas, todo eso era una bulla tremenda”.
Por todas partes se ven lomas de tierra lavada y algún “varentierra” donde se resguardan en los cambios de turno durante la noche.
“Ahora venimos menos gente, solo dos o tres por turno, y nos hemos organizado, ya no se viene en manada como antes, unos trabajan, otro hace guardia por si viene alguien dar la alarma".
Según explica nuestro guía, cada noche se lavan entre cien y ciento cincuenta latas de tierra y no se encuentra oro en cada lavada, pero un solo gramo puede costar entre 90 y 100 pesos, unos cuatro CUC, sin embargo.
“No todas las veces se tiene suerte, hay días en que hemos cogido hasta cinco gramos, y otros nos vamos en blanco.Cuando se trabajaba en los pozos se sacaba más porque se iba hasta la beta, ahora hay que lavar mucha tierra para sacar algún poco, pero siempre algo cae”
No obstante, la esperanza de encontrar algún día una cantidad importante se mantiene viva.
“Aquí hay oro como loco, lo que está muy profundo pero oro sí hay cualquier cantidad, nada más hay que ver, aquí hay gente que se ha comprado casas, carros. El chino que trabajaba aquí conmigo reunió tanto que se fue del país y eso no se hace con cuatro quilos”, dice, como una confesión.
Cuando no logran encontrar algo del metal precioso tienen otras alternativas:
“El día que no se saca nada se lleva la tierra en carretones y se vende para los que hacen bloques o ladrillos, la arena de cava se vende a 150 o 200 pesos el metro y hasta las piedras se muelen y se le saca lo suyo”.
Como se sabe, la extracción del oro de manera artesanal, necesita químicos como el mercurio y el cianuro, sustancias que además de estar muy controladas por instituciones estatales, resultan muy nocivas para la salud. Esto, sin embargo, no parece preocupar a Ricardo.
“Para eso se usan mascarillas con filtros y guantes, además se hace todo con mucho cuidado, el mayor peligro aquí es caerse de noche en algún hoyo, pero esto lo conocemos tanto que me atrevería a caminar con los ojos vendados”, dice.
De todos modos Ricardo y sus colegas son conscientes del daño que hacen a su salud:
“Yo sé que uno se llena de plomo la sangre y eso, pero mira, aquí todo es peligroso, desde que se nace ya uno viene con la muerte escrita, peor es morirse de hambre lleno de necesidad y no hacer nada”.
Como periodista sé que hay preguntas que no tienen respuesta, sin embargo me atrevo a indagar sobre la procedencia de los químicos. Ricardo solo mira hacia otro lado y se encoge de hombros, demostrando así que hay complicidades más allá de estos vericuetos.
Aunque esto parezca una aventura de Emilio Salgari es un problema social que va más profundo de lo que a simple vista podemos percibir entre estos farallones escarpados rodeados de maleza.
Las minas continúan allí, a cielo abierto, a solo seis kilómetros de la ciudad.
La actividad furtiva de estos hombres provoca perjuicios incalculables al medio ambiente y a la propia salud de los que hacen de la fiebre del oro una esperanza.
Otros furtivos, desde entidades oficiales, les proveen sustancias venenosas de alto riesgo que no deberían caer en manos poco responsables.
Aunque no he encontrado un estudio que demuestre la contaminación de estas aguas, el peligro se extiende, pues con ellas se riegan plantaciones de yuca y otros alimentos que se usan luego para la cría de cerdos en las cochiqueras existentes a pocos kilómetros.
Las aguas subterráneas alimentan además los pozos de las comunidades aledañas lo que pudiera ser un riesgo mortal para estas personas y los animales.
El propio Ricardo explica que durante los días de calor mucha gente de la zona viene a bañarse acompañados por niños que juegan en las márgenes.
La historia de indolencia que aquí se abre, debería ser un motivo de mayor preocupación para el gobierno que, imbuido en la recolección de dólares, deja a un lado la vida de las personas implicadas, muchos por cierto.
Los esfuerzos que se realizan no son suficientes ni eficaces para mejorar la situación.
Falta conciencia y deseos de todas las partes.