Como señalé en un artículo anterior, Costa Rica necesita una oposición con un mensaje serio, claro y coherente. Pero, ¿en qué debe consistir dicho relato?
Primero, esta propuesta programática debe estar a la altura de las circunstancias. Es decir, debe brindar soluciones a la enorme crisis que atraviesa el país y que recrudecerá en los próximos meses. Más que “reactivación”, ahora urge hablar de un plan para reconstruir la economía, con un énfasis particular en aquellos sectores que han sido más golpeados por la pandemia. Por eso, el “nadadito de perro” dejó de ser una opción. La oposición debe plantear una agenda ambiciosa de reformas estructurales.
Segundo, el mensaje debe tener una visión definida sobre el tipo de país que queremos para 2020. Partiendo de la máxima de que la mejor política social es una economía con alto crecimiento y una fuerte generación de empleo, la apuesta debe ser por consolidar una economía altamente competitiva y dinámica en la cual el sector privado sea el catalizador por excelencia de la movilidad social y la reducción de la pobreza. Con ese norte, la búsqueda de competitividad debe ser la precondición para alcanzar todos los demás objetivos económicos y sociales. Por supuesto, el Estado debe jugar un papel fundamental, pero difícilmente podremos tener programas sociales robustos sin una economía que genere los recursos para financiarlos –como lo estamos descubriendo ahora con esta crisis–.
La agenda de reformas estructurales debe contar con tres pilares que atiendan los aspectos más apremiantes de la agenda económica: 1.- generación de empleo; 2.- reducción del alto costo de vida y 3.- sostenibilidad de las finanzas estatales. Estos tres ejes están fuertemente interrelacionados, por lo que las políticas que de ellos se deriven deben guardar la mayor coherencia posible.
El pilar de la generación de empleo debe enfocarse en mejorar la empleabilidad de la mano de obra, particularmente la poco calificada. Para ello, es fundamental reducir las cargas sociales patronales, que en un 26,5% son las más altas de América Latina. Lo más sensato en ese sentido sería trasladar el 7,25% de las contribuciones sociales que van al IMAS, INA, Asignaciones Familiares y Banco Popular al presupuesto de la República, para que se financien mediante impuestos ordinarios. Esto dejaría las cargas sociales patronales en un 19,25%, más cercano al promedio de la OCDE, lo cual favorecería primordialmente la contratación de mano de obra poco calificada.
Hay dos aspectos fundamentales de esta reforma. Primero, no se tocan las contribuciones que van a la CCSS (14,5%), por lo que sus ingresos no corren riesgo. Todo lo contrario, al aumentar el empleo y la formalidad, este ajuste más bien le generaría recursos frescos a la institución.
Segundo, al trasladarse el financiamiento de los programas sociales al presupuesto de la República –para lo cual se requerirá una reforma fiscal–, se les blinda de una mejor forma de los vaivenes cíclicos de la economía. Actualmente, los programas anti-pobreza son los primeros en verse afectados por una crisis ya que, al aumentar el desempleo y la informalidad, caen los ingresos que los financian producto los impuestos al trabajo.
Además de este reacomodo en las cargas sociales, deben impulsarse otras reformas laborales como la flexibilización de jornadas, permitir el aseguramiento a la CCSS por tiempo laborado, estipular que los trabajadores independientes coticen lo mismo que los asalariados y aprobar una amnistía para que estos trabajadores puedan formalizarse con la CCSS.
A pesar de representar únicamente un 7,9% del PIB, las empresas en zonas francas generaron uno de cada tres empleos creados en el país en los últimos cinco años. Si las estadísticas muestran que el régimen de zona franca es por mucho el más dinámico de la economía, entonces debemos plantearnos extender sus beneficios a lo largo y ancho del territorio nacional. Es decir, siguiendo los pasos de Irlanda hace 30 años, debemos posicionar a Costa Rica como una zona franca en las Américas. Para ello, hay que establecer un cronograma de recortes del impuesto de renta corporativo del 30% actual a una tasa del 15% en el 2030 que aplique a todas las empresas nacionales y extranjeras establecidas en el país. Esto debe complementarse con otras reformas como la apertura de los mercados eléctrico y de combustibles, mayor competencia en el sector financiero, un programa ambicioso de simplificación de trámites y regulaciones, concesión de obra pública, incorporación a la Alianza del Pacífico, entre otros. Algunos de estos ajustes también tendrán un fuerte impacto en reducir el costo de vida, ya que aumentan los niveles de competencia en los mercados y disminuyen los altos costos de producir en el país –y, por ende, los precios a los consumidores–.
El pilar de sostenibilidad en las finanzas estatales es igualmente ambicioso y debe contemplar reformas como la ley de empleo público, la adopción de un sistema único de compras públicas digitales, una reforma definitiva a las pensiones de lujo en la cual se unifiquen todos los sistemas de pensiones y se establezca que nadie puede recibir por concepto de jubilación más del monto máximo que paga el IVM de la CCSS (¢1,6 millones), el cierre y fusión de instituciones estatales, la flexibilización del gasto público mediante la eliminación de los mandatos legales y constitucionales y la venta de algunos activos estatales para reducir la deuda, como el INS, Fanal, Bicsa y Banco de Costa Rica. Del lado de los ingresos se debe combatir la evasión fiscal en las aduanas y apostarle al dinamismo de la economía. Por ejemplo, el período en el que más aumentó la carga tributaria –2,3 puntos porcentuales del PIB– fue entre 2004-208, cuando el crecimiento económico promedió 5,6% anual. La meta debe ser alcanzar prontamente un superávit fiscal y reducir el nivel de deuda del gobierno central hasta llevarlo por debajo del 40% del PIB.
Esta agenda de reformas estructurales debe complementarse con políticas específicas que potencien el desarrollo de las zonas rurales, las cuales enfrentan crecientes niveles de rezago. Para ello, se requiere prestarles particular atención a dos sectores cuyo impacto es desproporcionado en dichas zonas: el turismo y la agricultura y pesca. En ambos la apuesta debe ser por la reducción de costos y el aumento de la competitividad. El agro requiere de un apoyo irrestricto, especialmente en cuanto a transferencia tecnológica, que se traduzca en un aumento de la productividad y en mayores ingresos para los productores.
Esta no es una propuesta programática exhaustiva, sino una hoja de ruta sobre cómo encarar la grave coyuntura actual para impulsar cambios que potencien nuestro bienestar. Costa Rica siempre ha sido un país especial, por eso merecemos más que debatirnos entre crisis y estancamiento. Pensemos en grande. Aspiremos a ser una nación próspera y desarrollada que brinde oportunidades para todos.