Al hombre que todos los cubanos llamamos “Nuestro Martí”, lo conocen unos pocos. El poeta y pensador, el ser sufrido que escribiera, como tajante sentencia “La patria es ara, no pedestal”, se convirtió después de su muerte en la escalera particular de cuanto movimiento político, hombres de bien o villanos ambiciosos quisieron legitimar sus intenciones. Martí ha sido más que un hombre, una máscara.
Una máscara y una letanía, a veces mal escrita, con la que Fidel Castro convocó a toda una generación de jóvenes horrorizados ante un régimen vulgar e ilegal, que le siguieron, más por la luz de Martí que por la suya propia, a aventuras disparatadas y a una lucha que dio, al final, un fruto que esperanzó a todo un pueblo, y que después se convertiría en otro régimen vulgar que intenta argumentar su legalidad como la culminación del sueño martiano.
Los cubanos no conocemos a Martí. Nos vendieron a un super hombre, a un Cristo insular que amó a una isla donde sufrió el breve tiempo en que la vivió. Nos armaron un ícono que nos hace sentir tan pequeños, que en secreto lo odiamos un poco, porque sabemos que nunca podremos estar a su altura.
Lo han vendido como un hombre tan perfecto que las imperfecciones que se han cometido en su nombre nos llegan a parecer hasta simpáticas. José Martí ha sido, durante los últimos sesenta años, un dios de yeso en cuyo nombre e ideas se han impuesto, sin rechistar, todos los intentos para ahogar y destruir nuestras libertades.
De tanto venerarlo vanamente, de tanto exponerlo, José Martí ha llegado a ser también una cabeza de piedra en la entrada de escuelas y fábricas. Un mineral sin mirada ni aliento, que una vez escribiera unos versos tan sencillos que la gente sencilla solo los recuerda con la tonada de La Guantanamera, de Joseíto Fernández.
Pocos saben que el Martí desterrado regresó a Cuba varias veces. Unas, legalmente y otras en secreto. Una de ellas en 1877 bajo el nombre de Julián Pérez. Y también desconocemos los cinco entierros que sufrieron sus restos tras su absurda muerte aquella mañana del 19 de mayo de 1895, en Dos Ríos.
Cuando se habla de Martí, recordamos la cantaleta escuchada de niños, que nos hablaba de su nacimiento en aquella casita de la calle Paula. Sólo unos pocos y verdaderos seguidores de su vida y su obra han leído el testimonio de Juan Gualberto Gómez de cuando fue a buscarle un policía para el destierro final, tras un almuerzo de trabajo, y que nos revela al Martí ser humano normal: “Martí vivía en una casita, modesta, pero alegre y limpia, que aún existe en Amistad No 42, entre Neptuno y Concordia”.
Como dijo en un artículo casi reciente el periodista independiente Iván García, sobre la utilización de las ideas y la figura de José Julián por parte del gobierno cubano: “la narrativa oficial sigue utilizando al prócer de una manera simplista y dogmática”. Y lo ha hecho de un modo que la simple duda o aclaración convierte en un enemigo a quien la hace. O lo han sacralizado tanto que le han atrancado el corazón con que vive.
Ese es el Martí bíblico y poco humano. El que tenía una sentencia para cada situación, y al que, incluso, le inventaron situaciones para acomodar sus sentencias. El pensador, a veces solitario y silencioso que escribiera “ser cultos es la única manera de ser libres”, para que el régimen etiquetara luego a los cultos como “raros”, “peligrosos”, y “enemigos”. Y que decidieran por nosotros qué se publica y qué se lee, qué se puede pensar y hasta dónde. Y que el inventor de todo ese fracaso se haya escudado en la figura de José Martí para parecer, ante el mundo, un hombre noble y honrado que respetaba al ser humano.
Tal vez por esa y por las anteriores razones, Martí no murió aquel día de mayo del 95 sobre el brioso caballo Baconao. Lo matamos cada día cuando hacemos todo lo contrario a lo que predicó en vida