Antonio Gumersindo Garay García, Sindo, nació el 12 de abril de 1867 y quiso ser eterno. Casi lo logra físicamente, pero descubrió que no tenía que estar presente para estar y vivir, y se marchó en 1968, a los 101 años y un manojo de canciones tan importantes que no se concibe la nación cubana sin ellas.
Este 12 de abril nuestro Sindo cumple 152 años. No digo “cumpliría”, sino cumple, y es como festejar el cumpleaños de la tierra, de la música, de la Isla, y del bolero. Aquel joven delgado y diminuto, un poco bizco, que había sido mensajero del León de Oriente, José Maceo, en la Guerra del 95; el mismo que volaba por los aires bajo la carpa de un circo de mala muerte como acróbata; el ser asombrado que aprendió a leer y a escribir anotando los nombres de las tiendas y los carteles de publicidad que veía a su paso, es ya un hombre sin edad, es la Historia de la Trova, es el aroma de la mujer cubana y es la música.
Sindo está en el ADN de cada cubano. Nadie puede sentir que cae la tarde sin que en su interior comience a subir ese himno que dice: “La luz que en tus ojos arde, si los abres, amanece/cuando los cierras, parece que va muriendo la tarde”.
Cuba debería estar de fiesta hoy, la verdadera Cuba. No la de los generales y los mentirosos. La Cuba que era verde y próspera, la de aquel Paseo del Prado que Sindo recorría cada tarde bajo la sombra de los árboles para ir a cantar a una emisora de radio, acompañado de uno de sus hijos.
El Patriarca, como le decían, por sus años y su autoridad sencilla, el cubano que parecía estar en todas partes al mismo tiempo, conoció cómo era la mujer bayamesa que “todo lo deja, todo lo quema” si siente de la patria el grito. El mismo Sindo que, tras el bárbaro ciclón de 1926, escribió conmovido una hermosa y tétrica canción titulada “El huracán y la palma”, por aquella foto increíble de una palma real cuyo tronco había sido atravesado por un palo de madera, a fuerza de viento.
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Y no solamente es la fiesta de Cuba y de Sindo Garay, sino de las mejores tradiciones cubanas, de la jarana simple y el respeto, la hospitalidad y la alegría, de los restos de la vida aborigen que él amó tanto que hasta decidió poner nombres taínos a sus hijos: Eladio Guarionez, María Guarina, Julio Hatuey y Gumersindo Caonao.
De Santiago de Cuba, su tierra natal, hasta La Habana, pasando por la ciudad primada de Baracoa, donde también dejó huellas, Sindo Garay debiera ser festejado hoy en cada esquina con los relámpagos de una guitarra. Que el aire se llene de los colores de “Perla marina”, “Tormentos fieros”, y que en cada casa, las madres, las novias, los hijos, recuerden a sus seres lejanos cantando, a media voz, esa joya musical que dice “Retorna, vida mía, que te espero, con una irresistible sed de amar”.
Pero es, en cambio, hora de “Amargas verdades”. O de cantar aquel primer bolero de nuestra dicha, escrito por el amigo y maestro de Sindo, Pepe Sánchez, y que tiene un nombre que ningún cubano debía sentir nunca al pensar en su tierra: “Tristezas”.
Es mejor pensar en Sindo y tenerlo cerca del corazón; de aquel poeta diminuto que se empeñó el llegar vivo a los 101 años, y más aún, en seguir latiendo en las tardes de Cuba, cuando alguno de sus hijos se acerca o se aleja. Ese es Gumersindo Garay, Sindo, el que sobre la cuerda de una guitarra ardiente, alcanzó eso que la gente llama, a veces, la eternidad.