¿Cuándo me di cuenta de que estaba amando hasta causarme dolor? Pues no lo hice. Nunca. Siempre algún amigo te alerta o tu madre, pero lo ignoras. Entregarse nunca ha sido malo, piensas, pensé…pero la entrega tiene un límite donde aún no es enfermiza y la mía había cruzado todas las líneas.
Yo sin saberlo era codependiente emocional de mi pareja, la codependencia no significa lo mismo que dependencia. Psicológicamente hablando, los términos difieren: el dependiente precisa de otro para ser feliz, el codependiente anhela al dependiente para cuidarle y procurarle bienestar.
No reunía todos los indicios de esta condición, pero me acercaba. Los síntomas van desde tener una baja autoestima, querer controlarlo todo, necesitar compresión, obsesionarse con el otro y temer su independencia entre muchos.
Los últimos tres años de mi matrimonio fueron un desastre. En la distancia todas las mediciones se hacen inexactas, siempre esperas que el esfuerzo no caiga al piso, que el otro se percate de cuánto haces por mantener las cosas “normales”. En la distancia no existe la normalidad y esa debería ser la primera regla para una pareja que se separa físicamente.
Cada historia tiene un inicio, la mía se remonta al principio de la relación: mi esposo y yo éramos uno en el sentido más tóxico. Vivíamos juntos, trabajábamos juntos, todo lo hacíamos unidos, excepto sus ejercicios y alguna salida con sus amigos a la cual yo me negaba.
Sé que esta historia no tiene nada de original. Miles de parejas en Cuba y en el mundo experimentan circunstancias similares. En cualquier parte la gente emigra, las relaciones de pareja se tuercen, se complejizan por unos cuantos kilómetros dibujados en el mapa y que son reales. Pero nadie que apueste por una relación así está listo para dejarla ir a trozos.
Quien era mi esposo decidió irse a Estados Unidos. El mejor sitio de escape para un cubano. Durante los tres años que duró la espera fui amoldándome. Dejé de pelear por lo que yo llamaba insignificancias, fui tolerante, lloré, me amargué, me centré en sus necesidades más que en las mías porque creí que mi relación dependía de esa transformación. Yo pasaba largas horas descifrando qué necesitaba él y cómo ayudarle sin que él lo pidiese.
Seguí soñando que me necesitaba cuando realmente me fue necesitando menos. El hombre que se marchó no escogía ni su ropa, el que vendría un año y ocho meses después ya sabía qué quería vestir. Yo no estaba en Miami para escoger por él. Puede parecer un ejemplo pueril, pero marcaba la diferencia. Un amigo fue a visitarlo hace meses y solo pudo decirme: ya no te necesita, quizás para que le hagas compañía, pero olvida al hombre que se moría por tu comida.
No puedo decir con certeza que sus vivencias en Estados Unidos le hayan hecho desarrollar el cuadro de estrés conocido como el Síndrome de Ulises. Lo que yo sentía cuando hablábamos era su tristeza, su depresión, su inadaptabilidad, las complejidades de quien emigra y no se siente entendido porque ni él mismo es capaz de comprenderse.
Pero eso lo sentía yo, no lo sentía nadie más. Para el resto seguía siendo el muchacho sonriente y siempre feliz. Yo era una especie de saco de boxeo, para ser benévola conmigo misma, donde él podía arrojar toda la miseria a puñetazos y regresar al otro día. Seguí haciendo todo lo posible por ser necesitada en mi afán de protegerlo y estar algún día junto a él. Fui más la madre que la esposa. Cuando analizas la codependencia emocional, quien es codependiente necesita a alguien con problemas de afecto o psicológicos para sentirse realizado y hacer su labor de salvador y yo había encontrado al hombre perfecto para eso.
Lejos estaba de concientizar que yo “necesitaba ser necesitada”, por enrevesado que parezca. Nuestra unión se basaba en su debilidad y en mi condición de protectora. Yo tenía una carencia y la calmaba a expensas de mi propia salud y felicidad.
No tenía tiempo, mi tiempo era para resolver sus problemas, para hablar por él, para justificarlo ante amigos y familia, para revisar sus libros de cuentos, para estar ahí siempre disponible. De la mujer altanera y desenfadada que le cautivó no quedaba mucho. Yo era la “mujer perfecta” que muchos ansían tener pero que termina por ser insulsa y desechable.
Cada nuevo dilema suyo llevaba una solución mía. En ese tiempo desarrollé una Hiperprolactinemia, que no es más que el aumento de la hormona prolactina en sangre. Sin haber dado a luz nunca ni amantado tenía leche en lo senos. Los exámenes apuntaron hacia mi consumo descontrolado de medicamentos para el estómago. Desde su partida tuve que modificar un poco mis hábitos alimenticios porque comer tarde o ciertos alimentos me descompensaban. Hoy, cuando ya el divorcio es una realidad a consumar luego de la cuarentena, mi estómago parece el mismo de cuando tuve 15. Siento alivio porque ya no existen más “menstruaciones simbólicas” que soportar. Esa es mi definición para cuando los hombres se quejan de todo.
Cuando me detengo a razonar sobre mi alivio, sobre la libertad que poseo y aún no empleo a totalidad, descubro que realmente ya no estaba enamorada. Estuve alimentando por años mi necesidad de controlarlo y manipularlo todo, incluso a él. Cuando me convertí en el producto desechable y me comunicó el divorcio había pasado un mes en que casi ni hablamos. Fue decisión suya y ese tiempo incomunicados me sirvió para llorar, maldecir e ir encontrando calma en cosas tan simples como “perrear”, tomar vino, chatear con desconocidos, volver a leer con ganas…
La noticia de la ruptura ya estaba sembrada en mi cabeza, la confirmación llegó cuando yo había asumido que ya no lo necesitaba y que sería mejor así.
Las señales siempre estuvieron ahí: indiferencia, el tono cortante en la voz en cada llamada, dejó de contarme qué hacía en sus ratos libres y yo dejé de preguntar y otros detalles que fui enterrando.
Pero durante ese mes sin palabras también hablé con un psicólogo y casi llevé a mis amigos al borde. Supongo que ninguno me declaró persona no grata por amor y porque sabían que terminaría saliendo de todo esto. Y trabajé en mí, en sentirme bien con mi compañía. Me redescubrí e intento rescatarme cada día de no repetir la experiencia.
Solo ahora, que todo terminó, es que concientizo el daño psicológico que habría sufrido si esa situación se hubiese prolongado unos años más. Descubrir esa realidad es algo con lo que me reconcilio cada día. Lo que yo llamaba entrega y amor no era más que codependencia.