Nada. No pasa nada. Desde que muy al principio de su triunfo Fidel Castro expropiara diarios, revistas y emisoras de Radio y Televisión, la prensa dejó de serlo. Y la libertad se convirtió en una burla. Una palabra hueca, un término que fue llenándose de arena, impreciso, diluido entre el deseo y el miedo.
Tanto que llegó un momento que libertad de expresión se confundió con el derecho a insultar, a ofender, a acallar la voz de otros. Y cuando el estado se apropió de la función de pensar, la libertad se fue a vivir al cuarto oscuro, al sótano, y ya nadie pensó en invitarla a la mesa porque daba miedo pensar por sí mismo y cruzar la imprecisa línea entre lo correcto y lo incorrecto, los límites que pudieran complicar la vida a quien lo hiciera.
Entonces la prensa partidista, porque a partir de otro tristísimo momento, el Partido Comunista de Cuba, convertido en el ente rector de los destinos del país, decidió qué debía o podía conocer el pueblo y qué no. Y qué versión de los hechos ofrecer. Y qué ángulo de los sucesos develar. Y si era útil o no que el pueblo se enterara de ciertas cosas que sucedían en el mundo, o qué opinaban sobre acontecimientos de la isla personas de ese mundo que también se fue haciendo nebuloso y lejano.
No es por gusto Reporteros Sin Fronteras ubicó a Cuba en el puesto 169, en la clasificación mundial de la situación de los países con respecto al ejercicio de la libertad de la prensa en 2019.
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Hay un amargo chiste sobre la libertad de prensa y de expresión en la Isla. Sobre la libertad de opinar y decir. Los protagonistas son un periodista norteamericano y otro cubano. El norteamericano explica los límites de su libertad de esta manera: “Yo puedo ir a la Casa Blanca, pedir hablar con Donald Trump y decirle en la cara todo lo que pienso de su gobierno. Y no me pasa nada”. El cubano no se inmuta y le responde: “Yo también puedo hacerlo”. Cuando el norteamericano le pide que se explique, el periodista (por decirlo de alguna manera) cubano le dice: “Yo puedo ir al Palacio de la revolución y pedir hablar con Díaz-Canel, o mejor, con el mismo Raúl Castro. Y decirle en la cara lo que yo pienso del gobierno de Donald Trump”.
La libertad de prensa en Cuba es un anhelo. Sólo eso. Se perdió, durante sesenta años de secuestrar diariamente la verdad, la posibilidad de leer o ver diferentes puntos de vista sobre un mismo suceso, y que el individuo pueda valorar por sí mismo y hacerse una opinión.
Sospecho que a esta altura del partido muchísima gente, más de los que uno desea, ni siquiera quisiera que en el país hubiera muchos periódicos o emisoras de radio que ofrecieran sus puntos de vista. Pensar se convirtió en un pesado trabajo, y así como el cubano espera que lo alimenten por la boca, también delega en otros –en el gobierno- la tarea de alimentarlo por los ojos y oídos, aunque sepa que le están mintiendo a la cara u omitiendo la realidad.
Es más bonita esa verdad adornada, moldeada, disfrazada. Como cuando uno le explica a un niño la muerte de un ser querido y no quiere dañarlo.
La libertad de prensa en Cuba es sólo eso: el derecho absoluto que tiene el Partido Comunista a decidir qué puedes saber de ese mundo que se divide en buenos y malos, en ellos y nosotros, en triunfos y fracasos.