Noviembre está a la vuelta de la esquina. ¿Quién “pagará” en el terreno electoral por los 130,000 muertos proyectados, por los millones de desempleados y por el cierre de miles de empresas provocados por el “Covid-19”? Creo que el presidente Donald Trump. Le pasarán la cuenta, aunque él no tenga la culpa del maldito “virus chino”. Ya se sabe que los electores, grosso modo, votan con la memoria del periodo anterior.
Veamos.
El 4 de marzo de 1929 fue un día luminoso. Herbert Hoover, el Secretario de Comercio de Calvin Coolidge, asumió la presidencia de Estados Unidos en la ya primera nación del planeta. Había derrotado al demócrata Al Smith, Gobernador de New York, de una manera contundente. Obtuvo el 58% de los votos populares frente al 40% que sacaron los demócratas, y le ganó en 40 de los 48 estados que entonces tenía la nación. En su discurso de aceptación del cargo dijo que en un futuro cercano la pobreza sería abolida en Estados Unidos.
Tenía razones para pensarlo. Eran los roaring twenties. Una época de experimentación y desenfreno. A Hoover, como suelen decir en España, “le cabía el Estado en la cabeza”. Sabía qué hacer y cómo hacerlo. Era un ingeniero geólogo graduado de Stanford, dotado del instinto reformista de los grandes burócratas. Por saber, sabía hasta chino (mandarín), aprendido a fines del siglo XIX como consejero del emperador asiático en cuestiones mineras. La nación llevaba casi una década de crecimiento sostenido como consecuencia de la posguerra, y él era un infatigable organizador y un hombre honrado.
No pudo. Nada de eso le sirvió. El país se le cayó a pedazos a los seis meses de haber tomado posesión de la presidencia. En octubre de 1929 se produjo el crash de la Bolsa. Ese fue el punto de partida de la Gran Depresión. Hay cien explicaciones de ese terrible episodio. Siguió una corrida bancaria. Miles de empresas se fueron a la quiebra y paulatinamente el desempleo se multiplicó hasta llegar al 25% de la fuerza trabajadora.
A partir de ese momento no supo qué hacer. Intentó con los remedios keynesianos de aumentar el gasto público para aumentar la demanda. No tuvo éxito. También experimentó con las fórmulas del proteccionismo económico. En 1930 firmó la ley Smoot-Hawley que imponía unos altos impuestos a las importaciones de productos agrícolas y manufacturas extranjeras. Tampoco resultó. Fue contraproducente. Dio inicio a una guerra internacional de tarifas. Era el ciclo de las “vacas flacas”, como dice la Biblia, y no es nada fácil enfrentarse a estos periodos.
Lo liquidaron en las elecciones de 1932. F.D. Roosevelt le ganó por “landslide”. Fue una avalancha de votos a favor de los demócratas. Se invirtieron los resultados de cuatro años antes. Los demócratas triunfaron en 42 de los 48 estados. Se apoderaron de las dos cámaras. Durante veinte años estuvieron a cargo de la presidencia hasta que, en 1952, ganó Dwight Eisenhower, un competente y helado general de gabinete que había estado al frente de los ejércitos norteamericanos durante la Segunda Guerra mundial.
Los dos grandes partidos trataron de reclutarlo. Los republicanos consiguieron seducirlo. El mensaje fue sencillo: “Hacer la paz en Corea. Nada de bombardear China, como había recomendado el general Douglas MacArthur. No más guerras. Intervenciones clandestinas en otros países, sí. Pero para eso se había creado la CIA”. Los estadounidenses eran mayoritariamente aislacionistas. Especialmente los republicanos.
Aunque las elecciones estén a la vuelta de la esquina, Joe Biden tiene 77 años y no debe confiar en que los estadounidenses irremediablemente votarán contra Trump. Éste es un formidable competidor que hará, dirá y “tuiteará” lo que sea necesario para salir reelecto. En alguna medida, dependerá de la vice que Biden elija. (Ya se comprometió a que fuera una mujer). Tendrá que ser alguien que esté lista para ser presidente si él se incapacita, muere en la Casa Blanca o no aspira a un segundo mandato.
Afortunadamente, dispone de tres mujeres excepcionales: Stacey Abrams, abogada graduada en Yale, y novelista exitosa, quien estuvo a punto de ganar la gobernación en Georgia, y las senadoras Amy Klobuchar (Minnesota) y Kamala Harris (California), ambas también brillantes abogadas y graduadas de magníficas universidades: Chicago y California. Stacey es negra. Kamala es mestiza. Amy es blanca. Biden tiene donde escoger.