Leí estos días un hermoso ensayo de Marguerite Yourcenar. Se llama "La italiana en Argel" y, como todos los buenos ensayos, no trata de nada en particular o, al menos, no intenta convencernos de algo. La escritora simplemente cuenta su gusto por Rossini mientras viaja de Canadá al Ártico o da vueltas por unos pueblitos al sur de Alaska, llenos de detalles curiosos, propios de un mundo rigorista, donde la naturaleza ocupa siempre el primer plano. Salta luego de un paisaje de la cordillera nevada de San Elías a un museo de Utrecht, donde se encuentra con cuatro esculturas de bodhisattvas sentados, "cuatro bloques atravesados por una misma vibración, capaces de escindirse de nuevo en una serie de formas idénticas o, por el contrario, de refundirse en ese todo único que, por lo demás, nunca habían dejados de ser".
Catálogo de vistas, elevadas a veces a visiones, el ensayito termina con un recuerdo de infancia o adolescencia: una foto de la revista Life a toda página donde aparece una norteamericana, vista de espaldas, ante un oleaje de California. Yourcenar nos mantiene varias líneas en vilo, describiéndonos a la mujer que camina por la arena con zapatos de medio tacón, y las precarias posesiones que seguramente lleva en su bolso (el monedero, la foto de los hijos, la cartilla del seguro, unas servilletas perfumadas...) y después nos explica la razón de que imagen tan corriente ocupe un lugar destacado en aquella famosa revista, y en su memoria: pocos segundos después de que el fotógrafo apretase el disparador, una enorme ola se llevó a la mujer, con su abrigo, sus zapatos, su bolso, sus fotos, su vida y su tranquila indiferencia. Habría reaparecido días después, ahogada, o quizás nunca más se supo nada de esa vida cuasi anónima, arrancada de cuajo, a la que la escritora dedica su memento.
No se trata, evidentemente, de un tema alentador, pero tiene todo el encanto de una fabulilla zen: la paradoja de alguien que "pasa a la historia" gracias a una fotografía tomada en el instante justo que antecede a una muerte inesperada. Esa "historia", sin embargo, acaba siendo poco más que una colección de rostros más o menos anónimos, suma de vidas color sepia, amagos de posteridad. Es contra ese mundo sin nombre que existe el arte, parece decirnos la Yourcenar, para revivir el destino de esa Mrs. Smith, o Jones, o Hopkins, que vagaba, melancólica, por la costa; para hacernos convertir un paisaje o una vista en una visión, unas formas apenas reconocibles en un significado definitivo.
La Navidad tiene siempre la doble misión de recordarnos tanto la caducidad como la eterna renovación del mundo. Da igual si somos o no creyentes. Volvemos sobre una historia antigua, cumplimos los viejos ritos de la fe, recordamos las cosas que nos ha arrancado la gran ola del año que se va.
Cuenta la leyenda que, desde los 22 años, cada Navidad, el poeta Joseph Brodsky se sentaba a escribir un poema. En ocasiones se saltó, o no pudo cumplir con ese rito personal, pero antes de morir, con apenas 55 años, ya había conseguido juntar un buen puñado. Algunos tienen apenas cinco líneas, otros varias páginas; todos resultan conmovedores.
Con el tiempo, esos poemas navideños se van haciendo menos autobiográficos y más filosóficos: el poeta da vueltas sobre la Natividad como una especie de garantía metafísica: en este mundo reina Herodes, sí, pero el Mal nunca logra imponerse por completo. Quizá por eso algunos han querido ver en ese ángel que anuncia al mundo la buena nueva del Nacimiento una de las tantas alegorías de la poesía, que fue la gran fe de Brodsky, la única indiscutible.
Así como el poeta escribía nuevos poemas, perfectas cuentas de su rosario de palabras cada Navidad, yo cada año intento traducir alguno para regalar a los amigos, a la manera de una tarjeta de felicitación. Traducir así, incorporando los rituales de nuestro poeta preferido, es asumir una máscara. Pero lo que se traduce, en estos casos, no es sólo la obra de alguien admirado sino también una parte de la propia experiencia.
En mis versiones de esos poemas navideños de Brodsky están las noches en que, al salir del metro con mi hijo pequeño, cruzamos los adornos luminosos de las Ramblas. Año tras año, asisto a su alegría bajo esas luces: la Navidad, la verdadera Fiesta del Niño, es su favorita, y la aparición de esos arreglos callejeros lo llena de emoción. Cada semana, incansable, corre a jugar con los paquis que deambulan siempre por allí, vendiendo a los paseantes un modesto juguete: una liga que se usa para lanzar unos burdos farolillos iluminados con leds, y que, tras elevarse sobre los árboles llenos de guirnaldas eléctricas, caen lenta y previsiblemente, girando, girando, como estrellas primitivas al alcance de la mano.
En los últimos años debo de haber comprado una docena de esas "luces voladoras", como las llaman; me encantan, tal vez porque de niño crecí al margen de las fiestas navideñas. A mi hijo le gusta más recogerlas que tirarlas. Los vendedores callejeros, que ya lo conocen, sonríen y lo celebran siempre que atrapa uno de sus "trozos de estrella". Esos modestos pedazos de plástico también pueden llevar en sí la Luz. Parpadear, "como carbón en la pila bautismal". Unir a "aquel que está muy lejos con el más cercano", deslumbrar "como el candil que al recordar a su hijo enciende/ tarde en la noche/ aquél que en el desierto lleva/ más tiempo que nosotros".