La célebre afición que ha existido en Cuba por el género policiaco –en todas sus versiones y soportes– da para un análisis culturológico serio, que este artículo no pretende hacer. Este es más bien el recuento personal de un romance que me asiste desde la niñez, y que aún a mis 28 años no he podido (ni he querido) superar.
Si hay una historia, en mi caso comienza con aquellos episodios vertiginosos del serial televisivo Día y Noche (Abel Ponce). En casa, la agenda dominguera solía adecuarse estrictamente a este evento. Todo se hacía con una marcialidad extrema, en un tiempo específico que no podía alterarse bajo ningún concepto. A las nueve y treinta estábamos todos ahí, expectantes, frente al televisor. Y ya no se podía hablar, ni comentar algo.
Mis padres seguían cada detalle, desde el inolvidable tema de presentación hasta el último crédito. Jugaban a ser ellos los policías, a anticiparse todo el tiempo a la trama, a burlar las trampas (o los errores) del guión. Eran un par de obsesos delirando con posibilidades, nombres, identidades. Yo vivía todo aquello muy intensamente, con la sensación de que si algo extraordinario pasaba en el episodio, también terminaría pasándole a ellos.
Luego venían las conclusiones. Discutían sobre lo visto de manera acalorada. Reescribían los hechos, reordenaban cada aspecto. Se inventaban otro capítulo; acaso el que ellos desearían ver. Eso cada domingo, de la misma manera.
Ahí supe de historias anteriores, de otras series sobre héroes revolucionarios quesirvieron para dilatar la épica del proceso a los tiempos de paz. Escuchaba con interés las hazañas de Julito (René de la Cruz), un pescador rural devenido agente secreto, y David (Sergio Corrieri), personaje que funda un paradigma muchas veces reescrito posteriormente. En esas dos entregas, Julito el pescador (1980, Jesús Cabrera) y En silencio ha tenido que ser (1979, Jesús Cabrera),se insinúa la estética de un período en que el policiaco florece entre nosotros con cierto impulso, generando una suerte de estilomilitante tramado desde las fórmulas del realismo socialista.
Cuando repusieron Su propia guerra –el clásico de clásicos de ese espacio–, cuyo argumento gira en torno a las peripecias de un hombre «desviado» que se convierteen superhéroe encubierto de la policía nacional, recuerdo que mi padre no pensaba en otra cosa, no sabía de nada que no fuera la vida del Tavo y sus recónditas hazañas.
Para entendernos: El Tavo (Alberto Pujols) es un sujeto que encarna todas las virtudes y todos los defectos de ese “hombre ejemplar” que la Revolución se inventa tras el fracaso inminente del proyecto: carismático y dispuesto, machista y dramático, pasional y acomplejado. Un chivato excepcional. Un chivato de cinco estrellas. El chivato que a todos nos gustaría ser: respetado entre los delincuentes del barrio y cooperativo con los muchachos del Ministerio del Interior.
Junto al Tavo, además, desfila toda una galería de personajes inolvidables, villanos y cómplices que hicieron época en la pantalla: Mantilla, El Puri, Suchel, Melanio “El Divertido”, un atípico escudero que aparecía de la nada en todas partes (“Botaperro”) y un agente rompecorazones interpretado por César Évora, cuya camisa negra se volvió mítica antes que la de Juanes.
Cada uno se superpone en un mosaico de situaciones bien planteadas, donde la realidad cubana aparece con una precisión escalofriante. Una duda, sin embargo, apareció en mi cabeza hasta que pude explicármela, años más tarde, bajo un argumento conveniente: ¿Lo que hacía el Tavo, después de todo, estaba bien o estaba mal?
La contradicción se origina en la propia doctrina que mi padre me inculcaba desde muy pequeño, en nombre de ciertos valores morales y una férrea definición de la hombría: “Los hombres –no se cansaba de repetirme el viejo– no son traidores, ni chivatos”
El Tavo, en cierto modo, era las dos cosas. Y mi padre, paradójicamente, lo amaba, lo secundaba en cada delación, lo tenía como una especie de ídolo.
Con el tiempo, llegué a entender la clase de víctima emocional que ha sido mi padre. Y es que el sistema lo ha manipulado de tal forma, que incluso lo ha arrojado a amar los defectos que más ha condenado de por vida.
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Al cabo, llegaría a mi vida la literatura. Un vecino, lector empedernido de policiacos y novelas negras, me dotó de cuanto hay que leer para estar a tono en la materia: John Daly, Chandler, Hammet, Himes, Simenon, Vian, Ellroy, y otros autores que me hicieron querer escribir cosas en esa cuerda, del tipo ambiente nocturno, prostíbulos, asesinatos, detectives y conspiraciones. Pero no pude. No tardé en darme cuenta que era pésimo.
Más tarde aterricé en el feudo cubano. Esas novelas que intenté leer con cierto entusiasmo, despertaban mi sospecha en un punto: se parecían a los abortos que yo escribía, pero eran incluso más aburridas y pedantes.
Sucede que todas las historias eran la misma historia, y todos los argumentos chapoteaban en los mismos vicios ideológicos. Y en cambio, la gente se tragaba todo eso. El cubano –sobre todo en los años 70 y 80– consumía el policiaco interno bruto sin prejuicio alguno. De ahí los traumas posteriores.
Pero hablemos de los herederos de Día y Noche. Para ello, hay que partir del síndrome de renovación –tecnológica, argumental y narrativa– que dejó entre nosotros la serie americana CSI (2000, Anthony E. Zuiker). Ningún policiaco extranjero –ni Colombo (1971) ni Law & Order (1999) – generó tanta expectativa en Cuba, como aquella primera temporada en donde se nos presentaba a un gabinete de policías y forenses demasiado bien concertado.
Con CSI comienza para nosotros un desplazamiento, otra manera de entender el crimen y los dramas que esconde el proceso investigativo. Diría más: emerge, de nueva cuenta, un arquetipo de policía emocional; sensible y psicológico, vulnerable e imperfecto; con algo más que un aspecto rudo, un arma y una placa.
¿Y cómo respondimos a esto?
Pues con un remake criollo hecho de planos detalles, largas conversaciones sin sentido, repetidas tomas de la ciudad, un cuerpo de policía robótico, un agente con muchos “contactos” en todas partes y una informática demasiado competente, capaz de rastrear cualquier cosa en su base de datos. Eso es Tras la huella (2005, Jesús Cabrera) –que en la mente empecinada de mi padre sigue llamándose Día y Noche, aunque las diferencias entre uno y otro más que perceptibles, son insalvables–; un policiaco detestable que, además de todo lo dicho, inaugura una especie de subgénero: el policiaco doméstico[1].
Tras la huella, en principio, hizo que mi padre renunciara al ritual de cada domingo; es decir, me creó un serio problema en casa. Desde su aparición, la nueva disputa entre los viejos se trataba de qué canal se ponía. Justo ahí termina mi idilio con el policiaco televisado. Al tiempo que me apegaba más a aquellas novelas americanas.
Con UNO, en cambio, parecieron regresar los buenos tiempos de un género que muchos ya habían enterrado. La serie tiene a su favor varias cosas: una factura respetable, un adecuado manejo del guión y un reparto equilibrado de jóvenes y viejos conocidos. Además, ha sabido conjugar sus propósitos comerciales con una trama argumental interesante, donde más allá de los eventos criminales se nos adentra en un plano afectivo con el protagonista, un joven de temperamento voluble que ha conseguido algo inédito: hacer que muchas jóvenes frecuenten su Instagram, persiguiendo la fantasía sexual de verlo metido en ese uniforme.
En este páramo fugaz se resumen los últimos años, y también las últimas muestras de vida, de un género absolutamente hundido en una crisis de producción.
¿Qué ha pasado entonces? ¿Qué cosas han cambiado al día de hoy?
No sabría decirlo con certeza. Sin embargo, existen algunos síntomas que no dejan de preocuparme:
Según vendedores de “La Cuevita”, la producción clandestina de pistolas plásticas (tipo Makarov) ha disminuido, puesto que los muchachos ya no lloran por una de esas en su colección de artefactos. Por consiguiente, el tradicional juego de “policías y ladrones” ha ido desapareciendo de nuestras calles.
El desacato policial se ha vuelto un hobby entre los “chicos malos” que abundan en La Habana y el resto del país. Hay, incluso, vídeos que se han hecho virales, donde cualquiera que tenga un mal día se desahoga pateando traseros uniformados.
El índice de analfabetismo policial, que ya era alarmante, alcanza ahora niveles insospechados. Un policía te detiene, y sin apenas identificarse correctamente, te quiere acusar de “insubordinación a la ley”.
El “Jefe de Sector” en cada zona, lejos de ser una especie de alguacil o sheriff con autoridad, parece más bien un cristiano en plena prédica de la palabra sagrada. Esos gendarmes se mueven por las zonas más incómodas de la ciudad disimulando el paso, inseguros de su misión social, tomando café de CDR en CDR.
En ese choteo, que inicia en lo simbólico y se refleja en la praxis diaria, se dirime la circunstancia actual del policiaco y los policías en nuestra sociedad. Y si me preguntaran qué necesitamos, qué cosa nos viene haciendo falta a los jóvenes cubanos que detestamos la corrupción legal y la mediocridad de tanto polizonte imberbe, diría: una redada interna, una depuración del cuerpo policial en la isla.
O de otra manera: que los Estudios Fílmicos del Ministerio del Interior dejaran de frustrar el natural desarrollo de un género, que ha fundado la conciencia cívica de al menos tres generaciones de cubanos.
[1] Al menos yo no sé de otra serie donde los policías resuelvan los casos, e incluso se lancen a atrapar criminales, sin hacer uso de armas. Esa política anti-exhibicionista es una curiosa invención cubana.