Quien conozca a Raúl Cañibano convendrá en que su carácter, la manera en que dialoga, e incluso, cómo luce a simple vista, casi llega a contradecir el poder hipnótico de sus fotografías. Si aquellas desfilan con autosuficiencia, su autor, paradójicamente, se muestra de manera antagónica. Cañibano, de hecho, esgrime una humildad infinita que a veces raya en la apatía. Se torna esquivo, poco sociable. Como si intentara –a veces sin fortuna– escapar de la gente, tener que responder por lo que hace.
Un día cualquiera decidimos sacarlo del silencio, someterlo a un escrutinio que él suele evitar a toda costa. “El Cañi”, como bien suponíamos, se halló desprevenido, aunque logró disimularlo bastante bien. Sin embargo, frente a la posibilidad de declinar, de inventarse una excusa cualquiera para salir de ese aprieto, escogió lo contrario, y de paso, nos pagó con la misma inesperada moneda.
Fue un sí a secas, rotundo; como un disparo que no se repite, bajo la certeza de que es al seguro. Unos días más tardes lo tuvimos conversando; ofreciendo una cátedra que él prefirió no llamar cátedra; contándonos la experiencia de al menos veinte años haciendo fotografías, manipulando cámaras, afinando la mirada, estructurando y desestructurando un modo de hacer, su poética.
Por su parte, no quiso desobedecer el patrón académico de moda: trajo consigo una presentación de imágenes organizadas a su peculiar manera, por temas de creación; esas series inmensas que luego supe no acaban nunca. Al hacer esto, intuyo que se desentiende del tiempo, o acaso supone que el mismo se distiende en su obra.
De esa manera produce imágenes que se relacionan por su temperamento, de acuerdo con la manera en que indagan y devuelven la realidad. Es el topos lo que lo obsesiona. Mientras tanto, los tiempos se diluyen en un contexto donde la gestualidad parece no mutar o cambiar de signo.De modo que no se percibe algún cambio entre la fotografía hecha ayer mismo, y la que corresponde a hace veinte años. Asimismo, la permuta de lo analógico a lo digital siquiera puede sospecharse.
Su historia como fotógrafo sabemos que empieza a partir de los años noventa. Por entonces se hizo latente la necesidad de moverse a un soporte de registro inmediato, que pudiera dar cuenta del dramatismo social y político que se vivía en la isla. De ahí que la fotografía entrara en una suerte de auge, que hoy reconocemos bajo un recuento –siempre injusto– donde figuran nombres de cierto peso como Juan Carlos Alom, René Peña, Marta María Pérez, Cirenaica Moreira, Manuel Piña, Abigail González y Eduardo Hernández, entre otros que no he de enumerar aquí.
Lea también
Lo que apunta Cañibano, respecto a ese momento, no dista mucho de lo que advierten los críticos que se han ocupado de la época. Este fue el espacio que tuvo un grupo nada homogéneo de fotógrafos para decir algo distinto, para contar la realidad cubana desde una perspectiva realista que, sin embargo, no renuncia a la invención de otros imaginarios. Pero, sobre todo, fue el instante para incendiar la vanidad del poder. “No sabíamos, exactamente, lo que íbamos a hacer –afirma Cañibano–; pero sí sabíamos que no queríamos parecernos a esa fotografía de los sesenta; la de Korda, Corrales, Ernesto Fernández y otros más”.
Ahí está el principio de desacato que distingue a su generación, la razón por la que existe, todavía hoy, como un foco ineludible. La empírica rebeldía hacia la tradición épica los condujo a reenfocar la Isla, sus mapas cognitivos. Más o menos políticos; más o menos sociólogos o antropólogos; más o menos contestatarios; cada uno se debe a un síntoma de reescritura, a una estrategia que promueve la amnesia frente a lahistoria reciente y sus grandes relatos. Y la fotografía cubana, desde luego, se adentró en un trance experimental. Comenzó por refundar sus formas, para luego adentrarse en un discurso de “nuevas referencias” al hombre común y sus conflictos: la ciudad, la raza, el género, la identidad, el fenómeno migratorio…
Cañibano, un poco se mueve entre todo eso, aunque sin definirse en absoluto por algo. Ya desde los primeros trazos, su obra propone un tipo de documentación novedosa, o al menos poco experimentada dentro de nuestra tradición fotográfica. Esto tiene que ver con el acento que pone sobre otra mirada hacia lo inmediato, tan secularizado en sus instantáneas y, sin embargo, redescubierto desde una óptica teatral que, a ratos, nos lleva a suponer un posible montaje. Ante cada imagen, estaremos conminados a la misma pregunta pícara: ¿es esto posible, o no pasa de ser un sutil engaño?
Porque si algo descubrió Cañibano, si alguna ganancia se desprende de su fotografía, tiene que ver con una posible reinvención del misterio en la piel de una realidad gastada. Hay una verdad que nos echa en cara toda su producción: la ceguera que pesa sobre nuestros ojos; la imposibilidad de ver más allá de lo ordinario, de lo que sucede con cierto tedio bajo el sopor de la ciudad o el espacio rural.
Mientras que abundabaen los años noventa un registro documental del desvío, ocupado de ciertas zonas de marginalidad omitidas hasta ese momento, la reconstrucción identitaria mediante un simbolismo menos retórico y complaciente, el forcejeo conceptual con la dictadura de ciertos patrones que enmarcaban el espacio del poder, Raúl Cañibano, hacía sus fotos sin la angustia del que busca insertarse en una tendencia o movimiento de época. Sus temas eran los temas que encontraba en la realidad. Sus imágenes, en cambio, surgían como la búsqueda incesante de otra perspectiva, menos deudora de lo fotográfico, y más atravesada por su afición al legado estético de los pintores surrealistas.
De ahí que, en principio, no encuentre tabúes al fotografiar todo lo que encuentra a su paso, bajo el afán de reconocer la extrañeza en los automatismos que configuran una imagen documental estéril y objetiva. De a poco, sus fotografías comienzan a inundarse por una atmosfera de intensidad psicológica, cuyos maticesse me antojan demasiado cercanos a aquella vanguardia expresionista del cine alemán de entreguerras.
El azar tiene una función importante en lo que retrata. Cada imagen ostenta el valor de lo irrepetible, del hecho que se esfuma sin promesas de reaparecer. Ocurre que Cañibano se mueve pacientemente esperando el filón rebuscado que le da el entorno para congelarlo en su cámara. Y de esta forma se convierte en un misterioso observador, cuya retina desecha las imágenes que otros devoran con entusiasmo, esas escenas que engordan la superstición y el falso drama de la isla. Su documentación es un gesto auténtico que debemos entender no como el acto de precisar contornos, definir situaciones y exponer en detalles una realidad absolutamente fotogénica; sino como un acto narrativo que, sin deformar o traicionar la naturaleza del objeto focalizado, lo transforma en un fragmento inimitable, intuitivamente poético.
Un término literario, de origen americano, definiría mejor –y más sintéticamente– todo lo dicho hasta ahora; situaría, de una vez, el justo hallazgo de Raúl Cañibano en nuestra tradición fotográfica: el “non-fiction”. Frente a lo documental, su propuesta se anuncia como un testimonio; es decir, como un relato que recrea una versión de lo real como referencia de la realidad.
Más cerca, entonces, de Truman Capote que de Carpentier, “El Cañi” ha sentado también una escuela, especie de secta que lo sigue y emula, desconociendo acaso el prejuicio que habrá de enfrentar eternamente: luego de su impronta, hay que pensarse bien el hecho de trabajar la fotografía en blanco y negro.