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El cartel de Castrillín

El régimen cubano predica con la hipocresía, moralidad a ojos del mundo y a espaldas lucra con el narcotráfico.

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Raúl Castro
Armando Tejuca | Raúl Castro

Actualizado: Sun, 01/28/2024 - 16:51

 

Un tema de moda de Cándido Fabré, así ronco como se ha quedado, tiene un estribillo misterioso y a la vez explícito. Dice: “Deja que Raúl se entere, deja que Raúl se entere, deja que Raúl se entere, que se entere mi general”.

Lo que no aclara Cándido, que es muy cándido, es de qué rayos tiene que enterarse “su” general. Si es la misma guanajada que cuando en vida de Fidel la gente decía que lo malo pasaba porque Fidel no se había enterado. ¡Pero si era el mismo Fidel quien había mandado a hacerlo así, tan mal! Pero el cándido pueblo no aprende.

Carlos Lehder, un excapo del Cartel de Medellín, acaba de publicar un libro que sospecho no ha llegado a las manos de Cándido Fabré y de la mayoría de los cubanos, y su contenido pudiera cambiar las cosas. O aclararlas. O dar pie al programa humorístico más completo que se haya realizado en Cuba, si se dramatizan los capítulos de la historia después de 1959. ¿Qué haría el cantante si se entera que “su” general estaba enterado de todo, pero absolutamente de todo, principalmente del tráfico de droga desde Colombia, en su paso hacia los Estados Unidos?  

A lo mejor el cándido Cándido recuperaría, de un golpe, la voz y la cordura. Y lo repito: cordura, no gordura, que esa condición solamente le pertenece a la cúpula crápula. Pero Fabré no es el único cándido que queda en Cuba, pero es el único que lo proclama cantando. Los demás, o no se lo creen o saben la verdad, y callan. Saben mucho o poco, pero saben. Como saben también lo que le puede suceder a quienes abren la boca. Tienen muy claro que “En boca cerrada no entran moscas”.  

Aprendieron que en la mafia existe la ley de la omertá, el silencio que los jefes premian. Y que hay muchísimas enseñanzas en nuestro idioma para hacerse el mudo: “Cada persona es dueña de su silencio y esclavo de su palabra”. “La palabra es plata y el silencio es oro”. “Te arrepentirás de tus palabras, mas no de tu silencio”. Y hasta hoy muchos están callados. Sabían que la jefatura cubana estaba metida en el tráfico de drogas hasta las cejas. Pero el jefe era un santo. El jefe era un dios, Júpiter tronante y maloliente. El jefe nunca dejó de ser el gánster universitario de los años cuarenta. Bueno, sí, cuando “se extravió” yendo al asalto del cuartel Moncada. Curiosamente esa ha sido la única vez que anduvo por buen camino.  

Cuando estalló el llamado “Caso Ochoa”, conocido también “Causa número 1 del 89”, que resultó ser uno de los programas de televisión de más audiencia en Cuba, el pueblo se enteró de que “esas cosas perversas” que sucedían en otros países, también pasaban por Cuba. En aquel entonces nadie se tragó el cuento de que los acusados habían orquestado todo aquello de la cocaína por iniciativa propia, y que los Castros, el barbudo y el desbarbado, no sabían nada. Pero hoy en día la verdad ha sido develada y ha desvelado a más de uno en las altas esferas.  

En un país donde la producción de chivatos, agentes e informantes crecía año tras año más que la siembra de tomate y lechuga era raro que el máximo líder estuviera ajeno a un negocio como ese. Todos sabían que Fidel Castro estaba al tanto hasta de que los empleados de las posadas cobraran una monja (cinco pesos) por resolverte una habitación, que no supiera en qué mejunje andaban su hermano y compañía era imposible. Y ahora todo está más claro.  

El exnarcotraficante Carlos Lehder cuenta por primera vez en el libro Vida y muerte del cartel de Medellín, cómo eran las relaciones de los llamados "extraditables" con los gobiernos de Cuba, Panamá, Nicaragua y Bahamas, los que recibieron millones de dólares para traficar sin contratiempos droga colombiana con destino a Estados Unidos. En la lucha de clases hay muchas clases de lucha, y todo lo que dañe al imperialismo es bueno. Cualquier manera de luchar contra los yankis es un derecho de los pueblos oprimidos. Y mucho mejor si la cocaína corroe las bases de la sociedad americana, los doblega y les desgasta el cerebro.  

Era la estrategia casi perfecta: dañar al gran país del norte con los envíos de droga y romper así el criminal bloqueo. Años atrás, se había pensado también enviar al propio Fidel a dar discursos en los estados de la Unión, al menos una vez por semana, y esa idea iba a alegrar a muchos cubanos que saldrían de las tabarras del delirante en jefe al menos cuatro veces al mes. Pero la CIA estaba cazándoles la pelea y renunciaron a hacerlo. La coca era mejor.  

Se ahorraban los gastos de fabricación, y podrían cobrarle ciertos impuestos a Hollywood por las futuras películas que trataran el tema de la cocaína en Norteamérica. Y siempre se le podía decir al pueblo que aquellos paquetes eran de leche en polvo que Cuba enviaba a otros países del tercer mundo. Tal vez, con esa imagen en la cabeza, fue que Raúl, años más tarde, prometió lo del vasito de leche para cada cubano.  

En este nuevo libro, aunque la verdad se conoció mucho antes por boca de Popeye, uno de los sicarios de Pablo Escobar, que afirmó en su momento que “era un placer hacer negocios con Raúl Castro”, al que llamó “un hombre serio y emprendedor”, Lehder ratifica la apreciación de Popeye y cuenta que sostuvo un breve encuentro con Raúl Castro en La Habana propiciado por el coronel Antonio de la Guardia, e hizo énfasis en que "ellos (los hermanos Castro), aunque no sabían traficar cocaína, intentaron, inmediatamente, controlar todo el negocio". Como siempre han querido controlarlo todo: cuándo reír, cuándo llorar. Todo lo humano, menos tener hambre, que eso se les fue de las manos y sucede a toda hora.  

La historia ha demostrado que no solo no sabían traficar cocaína, sino que nunca han sabido hacer nada, con la excepción de mentir, engañar y jeringar a los cubanos, y a otros pueblos del mundo que jamás han reclamado el concurso de sus inmodestos esfuerzos. Uno se pone a pensar qué habría sucedido si parte de esa cocaína se le hubiera repartido al pueblo. No se necesitaría transporte público, pues la gente iría corriendo y bailando a sus trabajos. Las marchas del pueblo combatiente serían verdaderos jolgorios, y lo mejor, a nadie se le habría ocurrido irse de aquel país tan alegre. Y la revolución seguiría siendo joven, aunque dijeran que con los años le había caído polvo encima.  

Pero era polvo blanco, del que alegra más que “El manifiesto comunista”, “El capital” y “El cochero azul”, de Dora Alonso.  


Y tal vez se hubiera conseguido construir el socialismo. Mal hecho, jorobado y lleno de agujeros, pero con alegría. 


Total, si nada en esta vida es perfecto.