“Las penas y las vaquitas se van por la misma senda”, dice en su tema “El arriero” el payador Atahualpa Yupanqui, Don Ata, que al parecer sabía de las dos cosas, de vacas y de penas.
Pero quienes sabían mucho de vacas y estaban a punto de descubrir qué significaban las penas eran las dos hermosas garrapatas de mi cuento, que se echaron al camino acabaditas de nacer en una grieta de una antigua vaquería abandonada cerca de La Habana y se asustaron al verse solitas en este mundo cruel y sin alimento a la vista.
La única información que tenían era que eran ixodoideos, una superfamilia de ácaros, ectoparásitos hematófagos, y por eso se les daba bastante bien todo lo esdrújulo. Eran, según las enciclopedias, los ácaros de mayor tamaño. Con esos datos uno debería estar satisfecho, pero en realidad eran dos hermanitas dispuestas a desafiar su destino. La mayor se llamaba Cácara y la otra, Jícara.
Necesitaban sangre, desesperadamente, como algunos agentes de la Seguridad del Estado. Sangre de cualquier tipo, pero, si pudieran escoger, sangre de vaca adulta o de ternero sano. Y estaban preparadas para enfrentar cualquier adversidad porque sabían leer y tenían garantizada la salud, aunque fuera una bazofia. Les habían dicho que su misión era bastante difícil por culpa del bloqueo, pero ellas confiaban encontrar un ejemplar vacuno lo más rápido posible.
Debo decir que Cácara y Jícara eran, en todo el territorio nacional, posiblemente las únicas personas, o los únicos seres vivos que entendían a la perfección la llamada Tarea de Reordenamiento. Pero no tenían a quien explicárselo. Con ansiedad lograron llegar a Matanzas encima de un perro que se brindó a trasladarlas sin cobrar porque se iba del país. Ellas respetaron el arreglo de no picarlo para alimentarse porque el can precisaba de todas sus fuerzas. De más está decir que el perro se largaba de la isla nadando, aunque le salieran cola y escamas. No lo hacía solamente por hambre, sino porque no lo dejaban ladrar.
Ya en Matanzas tuvieron que decidir qué rumbo seguir, porque allí todo lo que encontraron estaba agrio. Pronto comprendieron que era una amplia zona citrícola donde ya no crecía un solo cítrico, a pesar de que algún veterinario había sentenciado que “el limón era la base de todo”. Solamente encontraron un chivo, en un solar yermo cercano al partido provincial. Se miraron con resignación pensando que un chivo era mejor que nada, pero ¡horror!, ni siquiera era un chivo expiatorio, sino un chiva, esa vulgar especie de vigilante soplón humano que tiene la sangre envenenada de envidia.
Salieron a la carretera central en el bolso de una señora que vendía maní en las terminales de ómnibus. Habían decidido que era mejor explorar la región central, pensando que allí habría mejores pastos y la ganadería sería floreciente, cuando leyeron en un viejo periódico la siguiente noticia: “Más de 20 000 reses murieron en Sancti Spíritus en el primer año de la Tarea Ordenamiento”. Cácara tuvo entonces que darle respiración boca a boca a Jícara, que había caído desmayada y sin aire. Cuando se recuperó intentaron ampliar la nota.
Pero todo fue peor cuando leyeron el resto de la noticia y rompieron en llanto con el siguiente párrafo: “De acuerdo con el periódico oficial Escambray, a pesar de la introducción de ‘la mayor flexibilización que se haya aplicado jamás al sector y dirigida a estimular la transformación de la actividad más estancada de todo el sistema de la agricultura, la ganadería en Sancti Spíritus experimenta un retroceso tan acentuado que pareciera que, en vez de animales, el potrero acuartona descontrol”.
Al terminar fue Jícara la que debió oxigenar a su hermana, que no entendía aquello de “mayor flexibilización”, “estimular la transformación”, y mucho menos términos como “experimenta un retroceso tan acentuado” y aquello otro de “el potrero acuartona descontrol”.
Dispuestas a hacerse vegetarianas durmieron esa noche en la piel de un borracho y así ampliaron más, muchísimo más, la nota.
Al día siguiente, con renovadas fuerzas pensaron que tal vez se habían apresurado yendo hacia el este con intención de llegar a Camagüey, otrora provincia de inmenso desarrollo ganadero según los cuentos que siempre hacía el bisabuelo Jacobo. Quizá era hora de regresar y probar suerte en la más occidental de las provincias, la llamada “cenicienta”, Pinar del Río, pero Jícara tropezó en una loma de basura con un recorte que decía: “El diario Granma, del 24 de marzo de 2017, informó que la masa ganadera en Pinar del Río disminuyó año tras año entre 2011 y 2016, y en este último, en el 2016, reportó 2516 muertes por desnutrición y 1444 por accidentes”.
Comenzaron a revolver desesperadamente en los deshechos para informarse más, y lo que hallaron las desalentó: “Entre Ciego de Ávila, Las Tunas, Matanzas y Sancti Spíritus sumaron en 2021 un total de 9101 cabezas de ganado mayor robadas y sacrificadas, según cifras oficiales”. Y revolviendo más encontraron estos otros datos: “Si en 1985 Cuba tenía 5 019 500 reses, en septiembre de 2021 sólo quedan 3 712 300. Se han perdido 1 307 200, equivalente a la cuarta parte del rebaño bovino. De seguir a ese ritmo, muy pronto Cuba consumará la "hazaña" de conseguir la mitad de las vacas que tenía en 1967: 7,2 millones de cabezas”.
¿Qué había pasado? ¿Ubre Blanca no tuvo hijos o el alegre comandante extinguió él solito todas las razas mezclándolas? ¿Dónde estaban las vacas? ¿Dónde los terneros? El desaliento casi acaba con las dos garrapatas cuando leyeron: “Otro de los problemas agravados es el incremento del hurto y sacrificio de ganado. De ganado mayor fueron registrados en los pasados 12 meses 1746 robos”.
Sin saber dónde encontrar un penco o un famélico ternero, y viendo que proseguir el viaje hacia ninguna parte únicamente les traería hambre y desencanto, se miraron como solo saben hacerlo las garrapatas desesperadas. Retrocedieron el camino andado y, por suerte, en los arrecifes matanceros, encontraron al buen perro que no se había echado aún al mar.
Negociaron y decidieron. A lomos de él emprenderían la nueva aventura hasta llegar a algún sitio normal donde creciera la hierba y las vacas mugieran. No importaba cuánto demorara la travesía. Era preferible eso a deambular sin rumbo o terminar incrustadas en la piel de un secretario municipal del partido o, incluso, del ministro de relaciones exteriores. El perro sí sabía lo que hacía, y era un mamífero cordial. Hasta pudiera decirse que el perro era buena persona.